Los 300 catalanes que conquistaron Gibraltar para los ingleses
Una colonia dentro de otra colonia, así es La Caleta de los ‘yanitos’, donde todavía se parlotea el italiano de Cambridge con acento andaluz.
31 diciembre, 2016 01:38Noticias relacionadas
“John, eres un cornuto”, le dice Robba a Rebagliatte. Y la broma dispara la lengua de ambos. También las gesticulaciones. La escena tiene lugar frente al Mediterráneo, pero no en la costa italiana; es Gibraltar, en una pequeña calita que se conoce como la Bahía de los Catalanes (Catalan Bay), el único reducto que recuerda el papel que estos jugaron en la conquista del Peñón en plena guerra de sucesión entre los Austria y los Borbones.
Catalan Bay es una colonia dentro de otra. Una Little Italy en la cara más abrupta del Peñón en la que los vecinos se apellidan Carboni, Piccone, Ochello, Chaavetto, Garbarone o Pinelo, parlotean con esfuerzo italiano y tienen pasaporte británico. Lo es desde que unos pescadores genoveses se asentaron en ella en el siglo XVI, pero la historia es injusta con ellos y La Caleta, como se conoce popularmente en Gibraltar, lleva el nombre de los trescientos catalanes que el 1 de agosto de 1704 desembarcaran en la Roca blandiendo la bandera del archiduque Carlos de Austria en plena guerra de sucesión española.
La presencia de los catalanes fue una mera anécdota entre los miles de soldados que formaban la flota angloholandesa que desembarcó en Gibraltar bajo el mando del príncipe de Hesse-Darmstadt. Apenas dos días de asedio después, el comandante de los austracistas consiguió doblegar al medio millar de milicianos que defendían la Roca para el borbón Felipe V. Y Diego de Salinas, el último gobernador español de Gibraltar, rindió la ciudad y cedió su cargo a Jorge Darmstadt.
Los catalanes se apostaron en la almadrabilla, como se conocía la costa oriental del Peñón antes de la llegada de los ingleses, y desde ahí defendieron su posición cuando semanas después el conde de Toulouse intentó la reconquista. La flota angloholandesa, con sir George Rooke al frente, repelió el envite durante trece horas en una de las mayores batallas navales de la guerra. Había caído Gibraltar.
Con la ciudad asegurada para los Austria, los catalanes dijeron adiós a la Roca para continuar con la guerra en su propio terreno en la toma de Barcelona. El 22 de octubre, Carlos III entraba en la ciudad.
La guerra acabó el 11 de abril de 1713 con la firma del Tratado de Utrech, con el que cambió el mapa político de Europa. En el artículo diez, “el Rey Católico, por sí y por sus herederos y sucesores, cede por este tratado a la Corona de la Gran Bretaña la plena y entera propiedad de la ciudad y castillos de Gibraltar, juntamente con su puerto, defensas y fortalezas que le pertenecen, dando la dicha propiedad absolutamente para que la tenga y goce con entero derecho y para siempre, sin excepción ni impedimento alguno”.
De genoveses a catalanes… a genoveses
Sostiene Juan José Téllez, periodista algecireño y autor del libro Yanitos, que después de la firma del tratado, todavía residía en La Caleta alguna familia de catalanes. Tanto es así, que la zona empezó a conocerse entre los nuevos inquilinos como Catalan Bay. “Alguno llegó a juez, pero la documentación de esa época es escasa y es difícil asegurar qué fue de los catalanes que se quedaron”, añade.
Sí se sabe que los primeros catalanes que llegaron a Gibraltar se asentaron en una zona frecuentada por pescadores genoveses por una cuestión nada fortuita. “La afinidad religiosa hizo que ingleses y holandeses, protestantes, se fueran a lo que hoy es el pueblo; y los catalanes, católicos, se quedaran junto con los genoveses en la zona más rica para practicar la pesca”, defiende el exmilitar y escritor gibraltareño Tito Vallejo, que ha publicado uno de los pocos libros dedicados a La Caleta.
“Tiene guasa que de todas las caletas que había en Gibraltar en tiempo de los españoles, la única zona que se conoce actualmente como Caleta se llamase antaño la almadrabilla, por las almadrabas de atún”, argumenta Vallejo. La caletilla vieja, la caleta de Leandro, la de las Tejas verdes, la de Punta de Europa, la del Rocío… todas cambiaron de nombre tras la llegada de los británicos.
La estrecha relación entre genoveses y británicos quedó subrayada décadas después, justo después del Gran Asedio de Gibraltar, el tercer intento de España para recuperar el Peñón. Las baterías flotantes de los españoles sitiaron durante casi cuatro años la Roca, quedando derruida la colonia por la artillería española.
Tras la paz firmada en Versalles, el genovés Giovanni Maria Boschetti se hizo cargo de la reconstrucción de la ciudad. De ahí que las casas no recuerden a las de los pueblos de la costa gaditana ni a las victorianas construcciones de ladrillo. Pasear por Gibraltar es una continua evocación a las viviendas del norte de Italia. Persianas verdes y azules, puertas con arcos, colores pastel en las fachadas...
Y la población genovesa, aunque afincada en La Caleta, empezó a integrarse en los quehaceres del pueblo. También en la marinería, trabajando en los astilleros y muelles del Peñón. “Así rompían con la dependencia de la pesca”, sostiene Vallejo.
En el siglo XIX, el Gobernador concedió a los genoveses un permiso de pesca y la residencia en La Caleta. “El Peñón era una fortaleza militar y estaba vetado para los civiles”, recuerda Téllez.
La época reciente de Catalan Bay
A pesar de reconocerse inequívocamente británicos, los caleteños tienen un arraigado sentimiento genovés, que se ha ido transmitiendo de generación en generación. Todavía hay barcos de pesca en las intrincadas callejuelas que dan a la Bahía de los Catalanes. “Son buzetas, unos botes típicos de Génova, que a diferencia de los españoles tienen la proa igual que la popa”, explica Vallejo.
Ahora la pesca se practica por afición. Y se habla el italiano por tradición, aunque son pocos los que lo hacen pese a apellidarse Baglietto, Calamaro, Bottaro, Lavagna o Pisharello. “En Gibraltar hay Pisharello, Pisarello, Pizarello, Pizzarello… en función de quién estuviera en el registro ese día, muchos lo escribían como sonaba”, comenta entre risas Vallejo.
En la iglesia, un cartel con todos esos apellidos anuncia las misas de difuntos. La construcción es típica italiana, al final de una rampa que se inicia casi rozando la playa. Sea la época del año que sea, unas bombillas de colores serpentean en el cielo de poste a poste. “Todavía se conserva esa tradición de bajar a la virgen a que bendiga las aguas —cuenta Vallejo—, además, aquí se bendicen también las arenas, pero no las de la playa, aquí pedimos que las arenas del Peñón no se caigan a las casas”.
De hecho, los caleteños han tenido que hacer frente a las embestidas de la mar y los derrumbes del Peñón. “Estamos acostumbrados a que caigan piedras”, confiesa Domingo Robba, uno de los pocos que todavía parlotean italiano. Las vacas de su abuelo pastaban décadas atrás en la escarpada ladera del Peñón. También lo hacían las cabras de Pepe Baglietto. Nada queda de esa época. Tampoco las casas bajas, que se han ido sustituyendo por bloques de pisos.
Robba explica que las rocas de La Caleta tienen nombres italianos y señala a la Mamela, “por parecerse al pecho de una mujer”. A sus 82 años, Domingo recuerda amargamente cómo tuvo que emigrar a Tánger con el estallido de la Segunda Guerra Mundial. También que antes de irse oyó disparar al único cañón que había en La Caleta. “Dispararon una única vez porque retumbaron todas las casas”, cuenta entre risas.
Asegura tener mala memoria, pero Domingo narra con pasión, gesticulando profusamente y soltando palabras gruesas —“los insultos son algo muy italiano”, advierte—, uno de los incidentes que más le marcó: el hundimiento del José Luis Díez, un destructor de la armada republicana, en la Guerra Civil española. “Fue ahí mismo”, asegura señalando la mar. Era niño, apenas seis años, pero recuerda cómo los cuerpos sin vida de los republicanos llenaron la rampa de acceso a la iglesia.
“Nos pedían auxilio y fueron muchos pescadores a por los heridos. De ahí no podían escapar, las balas llegaron a las fachadas de La Caleta”, añade.
Los Catalanes y la independencia… de Gibraltar
Más contento comenta con su vecino John Manuel Rebagliatte el día en el que los caleteños se declararon independientes de Gibraltar. “Cerramos la verja y no dejábamos pasar a nadie del pueblo —como llaman al resto de yanitos—; era una forma de protestar”, cuenta Rebagliatte. Eran los años cincuenta. “Pedíamos una red de alcantarillado, porque lo que había era un par de wáter para toda La Caleta; ¡y la conseguimos!”, celebra.
Rebagliatte, que toma su nombre de sus abuelos, Giovanni y Manuele, lamenta que el colonialismo acabase con las tradiciones italianas. “Mi propio nombre se adaptó a John Manuel”, confiesa este yanito nacido en el patio Conti, una zona de vecinos. “Ya no se cantan canciones italianas como antes, las juergas…”, suspira.
Todavía en Gibraltar se habla de pavanas y no de gaviotas y en las casas de La Caleta se siguen cocinando las calentitas, algo parecida a la farinata italiana. Y los tres últimos ministros principales del Peñón llevan apellido italiano: Joe Bossano, Peter Caruana y Fabian Picardo.
“Ser de La Caleta es un sentimiento diferente. Nosotros nos consideramos diferentes, yo todavía me considero algo diferente del resto de gibraltareños”, asegura Rebagliatte, que en los años setenta militó en el equipo de fútbol de La Caleta, el Shamrock FC, fundado por un irlandés. “Era defensa izquierdo, muy leñero”, comenta entre risas John Manuel, aficionado del Barça. “Es una casualidad”.
La afinidad entre catalanes y gibraltareños va más allá de una mera anécdota en la historia, a la que muchos sacan partido. “Ese apoyo mutuo es reciente, no existía antes, pero ahora, como catalanes y gibraltareños tenemos frentes abiertos con España, parece que se está fomentando esa relación, y rescatando esa casualidad histórica”, cuenta Tito Vallejo.
En La Caleta quedan los apellidos, las costumbres, el paso lento del tiempo de los pequeños pueblos costeros. También los gatos y las redes de pesca enredadas en cualquier jalón. Y el recuerdo. “¡Mi mujer hace unos fideos! No los como en ningún sitio”, concluye Robba. “Y mi madre… ¡Ay, cómo cocinaba! ¡¡De Génova!!”.