Cuando son las 8.15 de la mañana de este jueves, las calles de Alcobendas, diez kilómetros al norte de Madrid, empiezan a desperezarse. La gente toma café en los bares y los conductores se frustran en los atascos de camino al trabajo. Todos son ajenos a la llegada de una nueva vecina con pasado reciente de terrorista.
Del portal de un edificio de tres plantas con la fachada pintada de rojo terrizo sale una joven treintañera acompañada de sus dos hijos, a los que lleva caminando a un colegio cercano. Es una convicta que cumple el tramo final de su condena en un piso de acogida gestionado por la Fundación Padre Garralda-Horizontes Abiertos. Pero no es la única.
La joven -pelo negro azabache, mallas oscuras y plumífero blanco- desde el sábado pasado tiene una nueva compañera de casa. Es un nombre reconocido en ETA, aunque en su historial no constan delitos de sangre. Se trata de Sara Majarenas, la terrorista del comando Levante que un día quiso matar a la difunta Rita Barberá pero que ahora ha renunciado a las armas.
A sus 37 años, es la primera etarra que abandona la banda para cuidar de un hijo. Un hecho sin precedentes en las más de cinco décadas de vida de ETA. Lo ha hecho después de que su expareja, un narco griego al que conoció en prisión, haya estado a punto de matar a cuchilladas a su hija.
Sin embargo, no se trata de la primera terrorista que deja las armas. Se le adelantó la grapo Gema Belén Rodríguez de Miguel. Salió a mediados de 2016 de la cárcel de Aranjuez (Madrid) para poder cuidar de su hijo de tres años que había tenido en prisión con otro miembro de su banda, Jesús Merino del Viejo. A ambos se les permitió convivir en el módulo familiar del centro penitenciario madrileño.
En el caso de Majarenas, sólo ahora, cuando la muerte ha rondado a su pequeña Izar, de tres años, ha renunciado a ETA. No tuvo la misma determinación cuando las bombas de sus compañeros de “lucha” asesinaron a 22 niños. No le conmovieron las hermanas Esther y Miriam Barrera, que tenían la misma edad que su pequeña cuando ETA las mató en 1987 poniendo una bomba en la casa-cuartel de la Guardia Civil en Zaragoza.
Tampoco le removió la conciencia que aquel otro niño, Luis Delgado, perdiera la vida en Madrid. Tenía sólo dos años. Se lo llevó otro explosivo que portaba el sello de la banda del hacha y la serpiente. Sucedió en 1988.
Pero esta vez sí. La carne de su carne ha podido más que sus ideales defendidos con sangre. A mediados de enero, su antigua pareja, un expresidiario al que conoció mientras ambos cumplían condena en la cárcel de Picassent (Valencia), le asestó dos puñaladas a la hija que engendraron entre rejas. Fue durante un fin de semana que el padre, ya libre, pasó con el bebé.
Stylianos Messinezis, un traficante de drogas griego de origen etíope y 49 años, llevó a la niña a su casa de Benifaió y allí la dejó casi muerta. Luego, se entregó a los policías y dijo que había matado a Izar. Pero la chiquilla, ingresada de gravedad en el hospital La Fe de Valencia, logró salvar la vida gracias a la intervención de los médicos. La pareja estaba en trámites de separación y ambos luchaban por hacerse con la custodia de la niña.
PROHIBIDO SALIR A LA CALLE POR EL MOMENTO
Majarenas y su hija abandonaron en ambulancia la prisión valenciana el viernes 3 de marzo. Desde ese día viven en Alcobendas, donde EL ESPAÑOL las ha localizado. La terrorista tiene prohibido, al menos por el momento, salir a la calle. Pasa las 24 horas del día enclaustrada junto a su hija, aún convaleciente. En el edificio convive con otras cinco presas que también tienen hijos menores. Tres de ellas son de origen latinoamericano.
La etarra goza de este privilegio después de suplicarle al Estado que le dejara cumplir el último tramo de su condena en la calle, junto a Izar. La ley española impide que los niños puedan vivir en una prisión al cumplir los tres años.
Majarenas no dudó y dio el paso que nunca antes había dado otra etarra: mediante carta, pidió perdón a las víctimas de ETA, renunció al terrorismo y suplicó que le permitieran ver crecer a su pequeña. Instituciones Penitenciarias y el juez de Vigilancia Penitenciaria aceptaron y la trasladaron por carretera desde Valencia hasta la casa de Alcobendas donde vive ahora.
"Yo, Sara Majarenas Ibarreta, reconozco el daño causado por la organización ETA, y ante esta institución [la Junta de Tratamiento del centro penitenciario de Picassent] o públicamente si fuera necesario, me comprometo a no utilizar vías violentas, sino únicamente vías pacíficas. No pertenezco ni perteneceré a ETA”, decía en su misiva.
En ella también señalaba que “el sentido común” dictaba que su hija la necesitaba “más que nunca”. Y añadía que si vivían separadas “no habría reparación” física ni psicológica para la menor. “Como víctima que también soy ahora mismo, me comprometo a trabajar por la reparación de toda clase de víctimas”.
Para escribir estas palabras, a la etarra le movió el mero hecho de imaginar a su niña en un ataúd blanco, como 22 familias enterraron a sus niños por los atentados que cometió la banda a la que ella perteneció.
"NO QUIERE HABLAR"
Transcurre la mañana de este jueves y, de vez en cuando, del patio por el que se accede a la casa de Sara Majarenas sólo entran y salen compañeras de piso y algunas empleadas de la fundación que intentan reinsertar en la sociedad a las convictas que viven aquí.
Pero ni rastro de la terrorista a la que Audiencia Nacional condenó en 2007 a 13 años de prisión por pertenencia a banda armada. Tan sólo un hombre ajeno a la vivienda entra en ella. Es un repartidor de Mercadona, que deja un cargamento de comida cuando el reloj marca las 12.15 de la tarde.
Después de pasar día y medio apostado frente al edificio de fachada rojiza para ver si la etarra arrepentida asoma el rostro y puedo hablar con ella, desisto de seguir esperando y toco el timbre. Una mujer de voz joven atiende al telefonillo. Le explico que quiero hablar con Sara Majarenas. “Un segundo”, dice. Al poco, malas noticias. “Ella no va a hablar y dice que sólo Instituciones Penitenciarias puede comentar sobre ella. Lo siento”. ¿Y su hija, está bien? “Disculpa, no podemos decir nada”.
ETA anunció el cese definitivo de la violencia hace cinco años y medio. Fue el 20 de octubre de 2011. En sus 52 años de vida, 40 etarras han sido madres estando entre rejas. 20 de ellas convivían con sus hijos menores tres años en prisión hasta la puesta en libertad de Sara Majarenas, a la que se le ha concedido un segundo grado flexible que le permite vivir en semilibertad.
PIDEN QUE PUEDA SALIR A LA CALLE
En el piso de Alcobendas, además de cuidar de su hija, Majarenas debe cumplir con el convenio suscrito entre la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias y la fundación Padre Garralda. Dicho documento, al que ha tenido acceso este periódico, especifica que la etarra ha de aprender “habilidades laborales para la búsqueda, consecución y mantenimiento” de un empleo, que debe ampliar su formación mediante cursos y talleres, y conocer formas alternativas para ocupar su tiempo libre.
En esas anda la madre de la pequeña Izar, que sufrió perforación en un pulmón por las puñaladas de su padre. Majarenas, quien antes de su entrada en prisión estudió Fisioterapia en Zaragoza y acompañó en varias pruebas ciclistas al equipo CAI-Club Ciclista de Aragón, vive en un edificio de tres plantas con capacidad para diez reclusas en semilibertad que gozan de un segundo grado en régimen de flexibilidad (como es su caso) o del tercer grado. Junto a ellas pueden vivir sus hijos. A fecha de hoy residen allí cinco mujeres y seis menores.
Majarenas no ha pisado la calle desde que el viernes de la semana pasada llegó a su nueva casa. El juez no le permite trabajar debido a que el motivo por el que se le ha dejado salir de prisión es que debe cuidar en todo momento de su hija.
Fuentes conocedoras de su situación actual explican que su abogado, Haizea Ziluaga, ha solicitado al juez de Vigilancia Penitenciaria que se le flexibilice el régimen en el que vive la etarra para que pueda salir a pasear a Izar en determinados momentos del día o, incluso, que la niña pueda pasar fines de semana con su abuela, Kontxi Ibarreta. A la espera del escrito de la Fiscalía, en los próximos días se dará una respuesta a la solicitud de la etarra arrepentida. Todo apunta a que se le concederá su petición.
EL ETARRA QUE ABUSÓ DE SU HIJA
Es un caso distinto, pero de nuevo una familia marcada por la historia de ETA ha saltado a los medios esta semana. La Audiencia Provincial de Vizcaya ha procesado a Paul Asensio, exmiembro de Ekin (aparato político de la banda) por abusar de su hija de tres años.
Su propia expareja, la abogada de presos Iratxe Urizar, a quien conoció durante una visita a la cárcel alicantina en la que cumplía 11 años de condena, fue quien lo denunció hasta en dos ocasiones. La primera, en noviembre de 2015. Desde entonces tiene una orden de alejamiento.
Paul Asensio fue condenado en 2007 a once años de prisión por pertenecer a Ekin. Sortu ha explicado esta semana que le expulsó de la izquierda abertzale a principios de 2016 como parte de su protocolo contra la violencia machista. El juez le impuso una fianza de 5.000 euros. Ahora la Audiencia provincial debe fijar la fecha del juicio. Las partes están pendientes de remitir sus calificaciones al juzgado.
La hija había relatado en una visita al médico que su padre le había introducido "una cuchara en la vagina". Su madre la llevó al doctor porque tenía 39 grados de fiebre y dolor en la zona vaginal.
Tras la denuncia de la madre, el Juzgado de Instrucción número 5 de Bilbao archivó dos veces el caso. Ha sido la Audiencia de Vizcaya la que, ante el recurso de la madre, rechazó el sobreseimiento y mandó que prosiguiese la investigación. La magistrada que ha procesado a Asensio explicó en su auto que el mismo día que la madre llevó al médico a la menor había descubierto una infidelidad de su pareja.
Sara Majarenas e Iratxe Urizar. Dos mujeres unidas por el amor a sus hijas. Una renunció a ETA para cuidar de su pequeña Izar. Jamás otra etarra lo hizo antes. La otra, Iratxe, denunció a su pareja, miembro del aparato político de la banda, para salvar a su niña de los abusos de su padre.