En la cripta de San Cirilo y San Metodio, en Praga, casi se pueden acariciar los espíritus de Jozef Gabčík y Jan Kubiš, los dos paracaidistas checoslovacos que hicieron tambalear al III Reich.
Su historia se sostiene entre las bambalinas más oscuras del nazismo, cuando el régimen de la esvástica era inquebrantable: el 27 de mayo de 1942, hace 75 años, perpetraron el atentado que hirió mortalmente a Reinhard Heydrich, gobernador de Checoslovaquia y considerado el sucesor de Adolf Hitler. El nombre del tirano sigue provocando escalofríos en Praga. Para no mencionarlo sencillamente le llaman -por su crueldad- el carnicero.
Esta es la historia de cómo dos paracaidistas, en una misión suicida, alteraron el curso de la II Guerra Mundial. De cómo acabaron con uno de los hombres más poderosos del régimen nacionalsocialista. También de su extenuante resistencia, acompañados de un puñado de hombres y amotinados en un templo en el corazón de Praga, ante los los envites de 800 miembros de las SS alemanas. Y de cómo Hitler, enrabietado hasta la locura por la pérdida de su amigo y en venganza por lo sucedido, ordenó la aniquilación de dos pueblos checos y de todos sus vecinos. Basta con cerrar los ojos en la cripta para sentir, casi escuchar, los últimos movimientos de los paracaidistas, que pagaron con su vida el éxito de la operación.
El origen de la misión
Gabčík y Kubiš, paracaidistas exiliados en el Reino Unido, sabían desde el primer momento que la misión tenía tintes suicidas. Así se lo advirtieron los líderes de la resistencia checoslovaca encabezada por su presidente en el exilio Edvard Beneš. La película Siete hombres al amanecer reproduce cómo debió de ser el diálogo con el general que les propuso la operación:
"La misión que les voy a exponer sólo pueden realizarla hombres con sus hojas de servicios. Se trata de una misión que independientemente del resultado será una de las más peligrosas de la guerra. Heydrich llegó hace tres meses a Praga para hacerse con el cargo de protector del Reich en lo que los nazis llaman ahora Bohemia y Moravia. Eso significa que tiene absoluto poder de vida o muerte sobre todos los checos. Probablemente, si muriera Adolf Hitler, Heydrich se convertiría en el führer del Reich. No deben confundirse con él, no es un bárbardo como Himmler; es un hombre de gran inteligencia, implacable, ambicioso. Y es la única persona a la que Adolf Hitler consiente en escuchar. Queremos hacerles caer en paracaídas sobre Checoslovaquia para que eliminen a Heydrich".
La resistencia checoslovaca
Gabčík y Kubiš aceptaron la misión pese al peligro suicida que desentrañaba. La responsabilidad del futuro de Checoslovaquia recaía sobre sus hombros, pero ambos, a sus 29 años, afrontaron sus últimas semanas de adiestramiento en el Reino Unido con alegría jovial. Por fin, el 28 de diciembre de 1941 saltaron desde un bombardero Halifax -del 138 escuadrón de la Real Fuerza Aérea Británica- sobre las inmediaciones de Praga. Un fallo en la navegación hizo que cayesen sobre un paraje inhóspito y nevado de Nehvidzy, a unos 30 kilómetros de la capital checa. El frío les helaba los huesos y Gabčík había resultado herido en el tobillo tras un aterrizaje infructuoso. Con todo, los dos paracaidistas se recompusieron y llegaron hasta Praga.
La llegada a la capital tampoco fue sencilla. La resistencia checoslovaca giraba en torno a varias familias que habían sobrevivido a las purgas de Heydrich: en tan sólo un mes, el carnicero de Praga había ordenado la detención de 5.000 personas y la deportación de muchas de ellas a campos de concentración.
La resistencia, además, permanecía aislada. Una avería en su radio de comunicación les dejó sin contacto durante meses con el Reino Unido, desde donde esperaban órdenes. Nada sabían de la llegada de los dos paracaidistas y enseguida sospecharon de ellos. ¿Quiénes eran esos dos extraños, que se decían enviados por el presidente Beneš? ¿Eran de fiar? Y si era así, ¿con qué misión llegaban? ¿No serían en realidad espías infiltrados de Heydrich? Apenas hay documentación sobre los primeros encuentros entre la resistencia y los paracaidistas, pero los pocos testimonios que se conservan detallan la tensión de las conversaciones.
Finalmente, ambas partes llegaron a entenderse y colaboraron de forma estrecha. Gabčík y Kubiš encontraron un apoyo fundamental en Adolf Opálka, un teniente checo integrado en una red de espionaje desarrollada por Winston Churchill. Con él formaron una célula integrada por otros soldados: Josef Bublík, Jan Hrubý, Jaroslav Švarc, Josef Valčík y Karel Čurda. Jamás sospecharon que éste último terminaría por traicionarlos. La misión de aniquilar a Heydrich se bautizó con el nombre de Operación Antropoide.
Heydrich, indestructible
Antes de aterrizar en Praga, Heydrich había dirigido la Gestapo y el servicio de inteligencia nazi. El propio Hitler lo llamaba “el hombre con el corazón de hierro”. Por eso se le nombró el protector de Bohemia y Moravia, para aplacar a la resistencia checa sin que eso perjudicase la producción industrial checoslovaca, crucial para Alemania durante la II Guerra Mundial.
Reinhard Heydrich asumió el cargo de protector de adjunto de Bohemia y Moravia el 29 de septiembre de 1941. El aparato de propaganda nazi preparó varios actos fastuosos para darle la bienvenida. Cuenta la tradición -aunque no se ha podido precisar de forma histórica- que en uno de esos actos, en la catedral de San Vito, Heydrich se ciñó la corona de San Venceslao, la joya del tesoro nacional checo. La leyenda advierte de que si alguien se coloca la corona sin la legitimidad para ostentarla, morirá en el plazo de un año. El carnicero de Praga parecía haber escrito su destino.
Heydrich controlaba cada rincón de Praga con una obsesión orwelliana. El castillo, en lo más alto de la ciudad, se convirtió en su cuartel general, y desde sus torres colgaban las banderas con los colores de la esvástica. El protector de Bohemia y Moravia consiguió extender una red de informadores a la que no se le escapaba casi ningún detalle.
Todos, incluso los nazis, debían temerle. Llegó a montar un burdel de alto standing plagado de micrófonos para buscar topos o traidores entre los propios oficiales alemanes.
Él mismo frecuentaba su propio burdel. Casado con Lina Matilde von Osten y padre de cuatro hijos, tenía fama de mujeriego. Un lío de faldas había acabado con su trayectoria militar en la Marina alemana antes de entrar en contacto con el nazismo. Algunos altos cargos del Reich se burlaban de ese detalle, siempre de forma velada; también de su voz aguda que para nada encajaba con su carácter frío y sanguinario.
Con todo, Heydrich era el perfecto ario. Alto, rubio, atlético. Y Hitler admiraba su ingenio, siempre al servicio de los propósitos más oscuros del nazismo.
Pero el protector de Bohemia y Moravia tenía un punto débil. Se creía indestructible. Estaba tan convencido del terror que infundaba que veía imposible que atentasen contra su vida. Recibió informes de que la resistencia checa preparaba un atentado contra su vida, pero los desechó por inverosímiles.
Los planes del atentado
Los paracaidistas checos activaron todos los resortes de la Operación Antropoide. Su vida giró en torno a una obsesión: cuándo, dónde y cómo matar a Heydrich. Por eso estudiaron los movimientos de su objetivo con minuciosidad.
Primero pensaron en hacer descarrilar el tren en el que viajaba con frecuencia a Berlín, pero lo descartaron porque el plan no aseguraba la muerte de Heydrich.
Después planearon asesinarlo en algún punto en la carretera comprendida entre el palacio de Panenské Břežany -donde residía Heydrich- y el castillo de Praga -donde trabajaba-. El carnicero de Praga hacía ese recorrido a diario, unos 25 minutos a bordo de su Mercedes-Benz 320 descapotable. El proyecto, no obstante, encontraba una dificultad insalvable: los paracaidistas tendrían que huir campo a través, lo que les convertiría en un blanco fácil para la escolta del alemán.
No, la Operación Antropoide no podía hacerse en un espacio abierto. Debían hacerlo en Praga, donde podrían encontrar refugio en alguna de las casas de la resistencia. Y encontraron el punto perfecto para el magnicidio: una curva próxima al hospital Bulovka, en la intersección entre las calles V Holesovickach y Zenklova, donde el Mercedes-Benz 320 debía reducir la velocidad. Ese era el lugar elegido para el atentado. Y la fecha elegida, el 27 de mayo.
El ataque
Eran las 10.30 de la mañana cuando Opálka, uno de los miembros de la resistencia, vio aparecer el coche de Heydrich en lontananza. Hizo la señal convenida a los dos paracaidistas, que se habían colocado en la curva en la que iban a atacar a su objetivo.
El destino del mundo se detuvo durante unos segundos. “¡Ahora!”, y el paracaidista Gabčík se interpuso, subfusil en mano, en el camino del vehículo. El futuro de Europa se decidía en ese momento. “¡Clic!”. El arma se le encasquilló en el momento fatídico. Heydrich reaccionó y sacó su arma. Kubiš, que observaba la escena desde las inmediaciones, arrojó una granada que explotó contra el lateral del vehículo nazi [ese era el plan B si algo fallaba] y provocó algunas heridas leves al líder alemán.
El carnicero de Praga y su guardaespaldas repelieron la agresión con sus pistolas. Gabčík, Kubiš y Opálka escaparon corriendo del lugar con la sensación de haber fracasado en su misión y se refugiaron en varias casas amigas. Lo que no podían sospechar es que las heridas de Heydrich se infectarían y que éste moriría a los ocho días. El dirigente nazi, desconfiado de los cuidados de un sanitario checoslovaco, pidió que lo atendiese un médico alemán, que se desplazó desde Berlín para ese fin. Algunos historiadores apuntan a que la piel de caballo que forraba los asientos del coche fue la que infectó las heridas de Heydrich. En cualquier caso, el retraso en el tratamiento provocó la septicemia que acabó con su vida.
La cólera de Hitler
“¡Cómo es posible que un hombre tan fundamental para el futuro del Reich como lo es Heydrich viajase sin más protección que un escolta!”. Adolf Hitler entró en cólera. Gritó, enardeció y mandó a todos los checos al infierno. Quería acabar con ellos y propuso matar a 10.000 de ellos al azar. Lo tenía claro. Su puño de hierro aplastaría Praga hasta que no encontrasen a los autores del magnicidio.
Sus hombres de confianza, especialmente Himmler, le convencieron para no que no perpetrase aquella masacre. Hitler sólo cedió atendiendo a razones prácticas: si mataban a 10.000 checos, ¿quién trabajaría en las fábricas que les proporcionaban las armas que sustentaban su lucha en la II Guerra Mundial?
Pero Hitler quería demostrar su ira.
Los primeros informes apuntaban a que los asesinos de Heydrich -todavía no conocían sus nombres- podían haberse refugiado en los pueblos de Lídice o Ležáky. El nuevo gobernador de Bohemia y Moravia, Kurt Daluege, ordenó la destrucción definitiva de las villas. Todos los hombres que las habitaban fueron aniquilados. Las mujeres y los niños, enviados a campos de concentración donde también murieron. Las casas, destruidas. No quedó piedra sobre piedra.
Se calcula que unas 1.500 personas fueron ejecutadas en Chequia en los días posteriores al magnicidio de Heydrich.
La muerte de los paracaidistas
La presión sobre Praga era asfixiante. Los SS registraban cada rincón y apresaban a cualquier persona que considerasen sospechosa de haber participado en el complot. Los paracaidistas Gabčík y Kubiš se ocultaron junto a otros cinco miembros de la resistencia en la iglesia de San Cirilo y San Metodio, en la calle Resslova, en el corazón de Praga.
A los agentes nazis jamás se les ocurrió mirar en el interior del templo. Pero Karel Čurda, uno de los implicados en la Operación Antropoide, reveló su situación. ¿Los motivos de la traición? No están claros. Posiblemente fue por la recompensa de 10 millones de coronas checas [hoy unos 380.000 euros, una fortuna para la época]. O quizá por querer frenar la sanguinaria represión que se había cernido sobre Praga. ¿O fue para proteger a su familia en caso de que descubriesen su relación con el magnicidio? Nadie sabe la respuesta a ciencia cierta.
Fuese el motivo que fuese, Čurda cantó. Y de propina se llevó una paliza de los soldados alemanes.
Los nazis se movieron con rapidez. A las cuatro y cuarto de la madrugada del 18 de junio de 1942, 800 efectivos de las SS rodearon la iglesia en la que se refugiaban los paracaidistas checoslovacos.
Gabčík, Kubiš y sus compañeros repelieron el primer ataque y se refugiaron en la cripta de la iglesia. Durante siete horas aguantaron el fuego enemigo y sus granadas. Los soldados alemanes eran incapaces de encontrar la puerta de acceso a la catacumba, oculta bajo una lápida. Sólo veían una claraboya que daba a la calle, y se movían enrabietados en torno al agujero. Los bomberos de Praga, a las órdenes de los alemanes, trataron de ahogar a los checoslovacos en su agujero, pero éstos echaron fuera una y otra vez las mangueras.
La lluvia de disparos y de explosiones fue atronadora. Finalmente, la presión fue insoportable. Los nazis encontraron la puerta oculta bajo la lápida.
Kubiš murió por las heridas que le provocó una granada alemana. Los otros seis checoslovacos prefirieron suicidarse antes que acabar en manos de los nazis. Por el lado de los SS, catorce hombres perdieron la vida.
No faltaron los checos que celebraron el aplastamiento de sus compatriotas. Tan hastiados estaban de las represalias alemanas. El yugo nazi siguió asfixiando la ciudad de Praga hasta mayo de 1945, cuando fue tomada por los soviéticos.
A Karel Čurda -el hombre que delató a sus compañeros- lo fusilaron el 29 de abril de 1947.
La cripta, hoy
Los bustos de los siete héroes checos adornan hoy la cripta en la que se refugiaron ante los envites de las SS. Las efigies representan el único cambio en un escenario que ha permanecido imperturbable en el tiempo.
Todavía se pueden encontrar los orificios de bala en torno a la claraboya. Y el agujero que los paracaidistas trataron de excavar para encontrar una salida a aquella ratonera. En él, visitantes anónimos han colocado velas, flores y mensajes de agradecimiento.
La solemnidad que envuelve la cripta invita a pensar -casi escuchar- en los disparos, en las explosiones de las granadas. En los tiempos en los que un puñado de hombres se enfrentaron al infierno que se cernía sobre Europa y derrumbaron uno de los pilares sobre los que se sostenía el Reich de Hitler.
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