Steven Soderbergh es un tipo que se hace querer. El director, nacido en Atlanta y de ascendencia sueca, pertenece a la rara estirpe de profesionales que no distinguen entre pasión y sacrificio. Lo suyo es vocación en estado puro y capacidad para acomodarse a unos tiempos definidos por el cambio. Después de erigirse en estandarte del cine indie de los noventa gracias a Sexo, mentiras y cintas de vídeo, desarrolló una carrera cinematográfica de lo más diversa. Un día, sin embargo, olfateó que el cine olía a agua estancada y se puso a experimentar. Para empezar, publicó en su blog Extension 765 una versión muda y en blanco y negro de En busca del arca perdida con la tesis implícita de que su poderío recaía en unas imágenes que soportaban la resta de cualquier ornamento. Para continuar, dirigió los diez capítulos de la primera temporada de The Knick, la serie creada por Jack Amiel y Michael Begler para Cinemax.
Se cierra ahora la emisión de su segunda tanda, compuesta por una decena de episodios dirigidos en exclusiva –de nuevo– por Soderbergh. Aunque sólo fuera por el detalle de esa tarea única ya podría concluirse que no estamos ante una obra cualquiera. Los motivos, no obstante, van mucho más allá. The Knick es una de las producciones más ambiciosas y rebosantes de talento de la última década: visualmente atrevida, reconstruye una época y un lugar fascinante desde el prisma de la medicina quirúrgica de comienzos de siglo XX.
El Knickerbocker es un hospital neoyorquino en precario equilibrio, pues a sus necesidades de financiación tiene que sumarle la cobertura sanitaria que presta a gente desfavorecida. Allí trabaja el doctor Thackery, un cocainómano habitual de los prostíbulos más sórdidos de los bajos fondos. Sus excesos no impiden las actuaciones memorables que protagoniza en la sala de operaciones, a menudo fruto de la improvisación audaz. El cambio de centuria trae consigo el progreso y una sensación acelerada de cambio que se ajusta como un guante a la personalidad de Thack. “Usted es un cometa en el cielo”, le dice en el primer capítulo su mentor, el veterano doctor Christiansen, poco antes de volarse la tapa de los sesos.
FICCIÓN Y REALIDAD
John W. Thackery, interpretado con un carisma irresistible por Clive Owen, es el astro sobre el que giran los satélites de The Knick. El personaje acababa la temporada inicial internado en un centro de desintoxicación en el que tratarían su adicción a la coca con un nuevo fármaco llamado “heroína”. En su reciente regreso a las pantallas, el galeno ha seguido arrastrando la cruz de sus debilidades, con la ambigüedad añadida de la merma de sus habilidades profesionales cuando se aleja del vicio.
Algo parecido le sucedió en la vida real a William Stewart Halstead, médico en el que se basaron Jack Amiel y Michael Begler para diseñar el protagonista de su ficción. Los guionistas tomaron de Halstead la idea de la drogadicción y otros detalles ciertamente emocionantes: transfusiones de sangre en circunstancias de emergencia, revolucionarias técnicas para el tratamiento de hernias y –cambiando de tercio– animados escarceos con enfermeras jóvenes.
Pero la reconstrucción histórica excede la esfera individual. Una de las muchas virtudes de The Knick consiste en la plasmación que lleva a cabo de una coyuntura apasionante. Por mucho que soporte el peso de los prejuicios sociales, Nueva York crece imparablemente. Trae la cuerda, capítulo de la primera temporada, recreó los disturbios raciales que estallaron en la urbe en agosto de 1900 y los integró en el drama de los protagonistas de forma brillante. No es extraño, por otro lado, que Algernon Edwards, prometedor médico de raza negra, lleve veinte capítulos siendo víctima de un racismo que está en los genes de la ciudad.
Él no es el único personaje que simboliza la lucha contra la moral vigente. Cornelia Robertson, rica heredera con gran capacidad de iniciativa, también se enfrenta a un contexto que reduce su rol al de adorno bello e inocuo. El temperamento la acaba empujando a una investigación que destapa durante la segunda temporada la podredumbre que carcome el negocio de su propio padre, quien acaba esgrimiendo lo cotidianas de sus prácticas en el tablero comercial del momento.
FESTÍN VISUAL
A la corrupción económica hay que sumarle otras pinceladas que completan la atmósfera de cambio de época que construye The Knick: docenas de operarios caen cada semana en las obras de construcción del Metro; el cine empieza a propagarse con usos que van desde el porno doméstico al registro de operaciones quirúrgicas; el marido de Cornelia gasta dinero y energías en una sustancia que acaba de sintetizar –de nombre “gasolina”–, con la que no sabe bien qué hacer. Señalar todos los detalles sería, de hecho, una tarea imposible.
¿Y qué hace Soderbergh con semejante material? Pues salirse del mapa con una realización brillante, que incluye largas secuencias sin corte y un manejo de la cámara que evita cualquier condescendencia. Por un lado, exhibe de forma explícita las carnicerías que se perpetraban en unos quirófanos que incluían graderíos para espectadores cualificados. El espectador más sensible tiene muy difícil disfrutar con ese aspecto de The Knick, dada la explicitud con la que muestra vísceras sin tapujos.
Salvado ese obstáculo, todo lo demás es de una belleza hipnótica con efectos arrolladores. Deslumbra el mimo de una dirección artística que casi permite acariciar y hasta oler la madera noble de los edificios. Y hechiza el punto de vista elegido para planificar escenas tan brillantes como la de las últimas palabras que la enfermera Lucy Elkins dirige a su padre a modo de despedida, con el objetivo colocado tras la nuca del progenitor.
En todo momento se percibe a un realizador inquieto y vocacional que elige la posición exacta desde la que contempla los hechos y el tempo preciso de cada imagen. Como conclusión, Soderbgergh incorpora una serie de televisión a lo mejor de su filmografía, tan irregular como vitalista. Y lo logra de la mano de unos personajes memorables, entre los que descuella el doctor Thackery, un antihéroe carismático cuya lucidez sigue cobrándose el precio de su precaria salud. Un hombre que simboliza, en suma, las contradicciones del Nueva York de comienzos de siglo XX, una urbe cuya belleza crecía desaforadamente gracias al combustible de la corrupción.