La rubia mítica vestía pantalones y fumaba en pipa. Señorita incómoda en los 50: pisaba más fuerte que un hombre. Tenía ese aire fatal de diminuta María Jiménez -en sus buenos tiempos- y esa ternura rara que inspiran los personajes demasiado cincelados. Margarita Landi era una mujer dura a fuerza de palos, un carácter talentoso y robusto hijo del franquismo. No le quedó otra que existir embistiendo desde su cuerpecito enjuto: la Ley de Responsabilidades políticas le anuló el título de Enfermería que tenía por la República, perdió a su primer hijo a los 18, enviudó a los 20.
Pero ella, toda pizpireta, se limitaba a devolverle la mirada al mundo con ese temple de párpados suyo digno de gángster. En sus primeras fotos se le lee el gesto de la resistencia: se calaba la boina, se pintaba la boca oscura y a ver quién bromea aquí con lo jodido que es ser mujer en la posguerra. La chavala traía cierta educación sentimental de la palabra -su padre era un cronista taurino que escribía sus artículos en verso-, así que intentó buscar trabajo como periodista, pero poco le sirvieron las cartas de recomendación en aquel mercado laboral machista.
Del crucigrama al crimen
Empezó a irse todos los días a la Biblioteca Nacional a afanarse en demostrar lo que sabía hacer: escribió una serie de artículos de distintas temáticas y hasta libros de cuentos que no pasaron desapercibidos. No tardaron mucho en contratar a Margarita por su dominio de la letra, sí, pero para elaborar crucigramas en la revista Gran Mundo.
Su espíritu intrépido seguía sin saciarse y acudió a una entrevista en News Agency, propiedad del magnate mundial de la prensa William Randolph Hearst. Buscaban a una chica "muy observadora y de escritura fluida, que, estando dispuesta a patear Madrid diariamente, supiera sintetizar cualquier cosa que viera o escuchara sobre cualquier tema o hecho de interés inusitado o extraño". Ahí estaba el pastel. Ahí Margarita, pluma sobre la libreta, como quien rasga la corteza de la época con un cúter. Todos sus artículos como freelance -los de su corresponsalía de Nueva York y los textos dulces sobre moda femenina o viajes- llevaban hasta en los blancos su refriega contra la discriminación de la mujer en el franquismo.
Todos sus artículos como freelance llevaban hasta en los blancos su refriega contra la discriminación de la mujer en el franquismo
En 1954, Eugenio Suárez la contrató para su semanario El Caso y los sucesos entraron en su vida como entran las pasiones: avasallando, conduciéndola por puro instinto, desarrollándole ojo y olfato. Quién iba a decir que la muchachita se iba a saltar los protocolos y a investigar mejor, más lejos que la policía; quién iba a reconocerla adelantando a todo Dios con ese Volkswagen negro enloquecido que se hacía 70.000 kilómetros al año. Siempre llegaba la primera a la vera de los hechos.
Ella era casi premonitoria, casi omnipresente, ¿cómo decirlo? La chica lista del gremio, la Truman Capote de los pueblos de España siempre derrapando por alguna pedanía. Viandantes y conductores la bautizaron como La rubia del Deportivo. Hasta los agentes mandaban un coche a recogerla cuando ocurría algún asesinato. Siguiendo el consejo de un comisario, comenzó a estudiar Criminología, pero era de fábrica: tenía un mapa de las calles escrito en la mano. En el Cuerpo la llamaban el subinspector Pedrito.
Licencia de armas
La Landi tenía el don ese de la charla lenta con los vecinos, con las víctimas, con los familiares. Conversaba; no hacía nunca un tercer grado. Y no le bastaba con la reconstrucción de lo ocurrido: ella rascaba hasta el porqué, sin morbos. Cuentan que una vez fue a la cárcel a entrevistar a un ladrón y el tipo le recomendó que pusiera un retrato suyo en la entrada de su casa. "Cuando te reconozcan, nadie te va a intentar robar". Otra vez, un carterista quiso hacérsela yendo en el autobús. Pero ella, con ese ojo giratorio que gastaba, le sugirió en germanía [jerga de los delincuentes] que mejor se andase con cuidado. El hombre le devolvió sus pertenencias y hasta le pidió disculpas amablemente.
Era la única mujer que tenía arma. Y la única, claro, que la tenía de forma extraoficial. Tenía un mechero que, al encender, ya hacía una foto.
Qué rubia letal, qué personaje infalible. Era la única mujer que tenía arma. Y la única, claro, que la tenía de forma extraoficial. Usaba un mechero que, al encender, hacía una foto a quien tuviera delante. Vestía dos perlitas pequeñas en los lóbulos de las orejas, cargaba un montículo de pelo enfundado en laca. Millones de detalles cincelando esa piedra silvestre que era ella, ajustándola al personaje televisivo en el que se convirtió después, cuando cerró el periódico El caso. Fue reportera en Interviú, colaboró con el programa de TVE1 La Palmera, iba diariamente al Código 1 presentado por Pérez-Reverte (en el que se analizaban crímenes reales no resueltos por la policía).
También fue habitual en Así son las cosas y en Pasa la vida. Hasta presentó y dirigió una serie de 26 capítulos titulada Mis crímenes favoritos, que se emitieron después den Canal Nou y Canal Sur, y escribió varios libros: Cosas de la vida, Una mujer junto al crimen, Crímenes sin castigo... Hablaba de la censura con desparpajo. "Recuerdo una vez que escribí que habían aparecido dos cuerpos 'semidesnudos' cerca de un lago. Cuando me devolvieron el papel, la palabra estaba tachada con tinta roja y ponía 'semivestidos'". Y sonaba su risa ronca, como de cascabel gastado.
Se fue en 2004 cerca de Gijón, tras la artrosis y el Alzheimer. Dicen que el primer apellido de la dama del crimen era Verdugo.
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