Hitler no estaba sólo. Stalin también se preocupó de llevar a cabo uno de los episodios más negros de la historia europea del siglo XX. En la madrugada del 14 de junio de 1941 miles de habitantes de Estonia, Lituania y Letonia serían despojados de sus hogares y familias. Hombres y mujeres segregados para ser enviados a granjas colectivas de trabajos, conocidas como kolkhozes. 40.000 almas deportadas a Siberia para vivir talando árboles día y noche. Doscientos gramos de pan por persona y día. A los niños, nada. Todo sacrificio era poco para el avance soviético.
Así lo cuenta en sus cartas la estonia Erna, protagonista de Risttuules (In the Crosswind) -que se pasa en el Festival de Cine de Gijón- a quien no veremos moverse más que en dos secuencias, al inicio y al final de la película. Desde que irrumpen las tropas soviéticas en la vida de los estonios, el tiempo se ha detenido. Nadie se mueve en ese blanco y negro suavizado. Nadie, literalmente, salvo el cámara, que pasea con fluidez entre los personajes que componen estas visiones fijas. Lo que orquestó Buñuel para la última cena de Viridiana se queda como juego de niños comparado con lo que el jovencísimo Martti Helde ha ideado para su debut cinematográfico, que le colocan como un talento a seguir.
La superviviente y protagonista: Me siento como si el tiempo se hubiera detenido aquí en Siberia. Siento que mi cuerpo está en Siberia, pero mi alma está aún en mi tierra
La película es un soplo de aire fresco en el cine con voluntad histórica. Un artefacto visual espectacular. “Me siento como si el tiempo se hubiera detenido aquí en Siberia. Siento que mi cuerpo está en Siberia, pero mi alma está aún en mi tierra”, le dice Erna a su querido Heldur en una carta. Lo sabemos porque la lectura de las cientos de epístolas que Erna le mandó a su marido (todas sin respuesta) son el elemento que hace avanzar la trama. La cámara que se mueve por esas escenas con cientos de extras quietos nos regala, al peinar los cuadros vivientes, nuevos detalles del horror que asoló a miles de inocentes en un tiempo en el que la misma humanidad quedó en suspenso.
Erna es real. Ella, su marido, sus cartas, el gulag en el que estuvo internada por 15 años y todas las atrocidades a la que asistiremos en 90 minutos tan estimulantes como serenos. Risttuules está más cerca del documental de lo que parece. Lo cuenta su director, su abuelo sobrevivió a uno de estos campos. La infancia de Helde está repleta de historias terribles. Necesitaba quitárselo de encima y exorcizar como hacen desde los años ochenta los estonios, letonios y lituanos cada 14 de junio.
Llega el final de la película. Los efectos devastadores de la alienación despojan a sus víctimas de identidad propia
Podríamos imaginarnos a directores como Chris Marker o Alexander Sokurov entusiasmados con esta obra de artesanía. Trece retablos que han llevado una planificación técnica de entre dos y seis meses, y apenas una jornada de grabación por estampa. Aun así, en toda esa preparación, y en sus gigantescas composiciones, se cuela algún pestañeo, alguna gota resbalada, una falda mecida por el aire… la vida que no quiere la pausa.
No todo el mérito es del director, debe compartirlo con el trabajo cinematógrafo de Erik Pollumaa, que crea los estilizados efectos. También de Kristiina-Maria Heinsalu, quien ha compuesto ese trabajo escultórico en los cuerpos de los actores. Logra que su aspecto sea el de un cuadro tenebrista.
Llega el final de la película. Los efectos devastadores de la alienación despojan a sus víctimas de identidad propia. Doce años después Erna es autorizada a volver a su casa, pero entiende que ya no tiene ninguna. Una humillación final del yugo soviético. Una última risa de Stalin desde la tumba. El tiempo también se ha parado a este lado de la pantalla.