Primera pregunta de la entrevista a Ken Loach, que le hace la organización del Festival de Cannes, en referencia a la presentación de I, Daniel Blake:
-Pero, ¿no habías dicho que la anterior, Jimmy Hall, iba a ser tu última película?
-Lo pensé, pero creo que aún queda demasiado por contar.
Y así es. Tenemos Ken Loach para rato. No es que la villa francesa lo lamente, ya que el certamen adora al cascarrabias británico (una Palma de oro, 13 veces presentando película a competición). Aunque las cosas tal vez no son lo que eran. También lo ha dicho, después de la grandilocuencia de Jimmy’s Hall y del documental El espíritu del 45, películas que miraban al pasado para explicar el presente, hacía falta volver a las raíces.
Héroe del proletariado
A la esencia de su cine social contemporáneo, el de la crítica del aquí y el ahora. Las películas de denuncia también son más económicas. Un gran plus, más en esta época en la que hay que recortar de donde se pueda. Loach confirma: he tenido que pasarme al montaje digital. “Es más barato, pero no me parece realmente tan eficiente. Preferiría volver a lo anterior”.
Ver 'I, Daniel Blake' es saber de antemano que la película terminará con todos los tópicos melodramáticos clásicos de la narración dickensiana
Algo así le ocurre a Daniel Blake, protagonista de su último filme, un héroe del proletariado que tras un ataque al corazón a los 50 tiene que dejar su trabajo como ebanista, con lo que se ve envuelto en la terrible pesadilla del mundo de la asistencia social británica que le obliga a una búsqueda activa de trabajo. Daniel, como Ken, no se adapta a los nuevos tiempos. No entiende por qué ha de rellenar esos humillantes formularios. Tampoco es capaz de enviar sus currículums online, que le exigen por mandato desde las oficinas gubernamentales, mostrándonos, literalmente en escena, cómo el currante pasa el ratón por encima de la pantalla del ordenador.
No, él es un buen lad de la zona de Newcastle, esa donde todos tienen acentazo (una película inglesa con la que el festival se ha molestado en incluir los subtítulos en inglés, algo muy excepcional, ya nos da una pista) y una cultura obrera muy arraigada. Pero el trabajo escasea, hay que sobrevivir, y el cruel sistema le pondrá a él, como a tantos, al borde del precipicio, aduciéndoles a un laberinto burocrático tiránico y condenatorio con las clases bajas, buscando la mina moral del lumpen hasta que deje de pedir protección.
Sí, Ken Loach ha avisado, va a seguir haciendo lo suyo, y como tal tendremos que ver su nueva propuesta. No tanto una cita con el cine como otra llamada a la concienciación. Una tremebunda alegoría del fracaso de la sociedad que pondrá contentos a Owen Jones o Guy Standing, no tanto a Jaime Rosales o los Dardenne, por citar dos autores que sí han optado por el retrato social sin renunciar a la sofisticación fílmica.
Ver I, Daniel Blake es saber de antemano que la película terminará con todos los tópicos melodramáticos clásicos de la narración dickensiana, pero también comprender que su trabajo y el de su equipo, especialmente el del guionista Paul Laverty, no se constituye de otra cosa que pura realidad (prepararon el libreto basándose en las anécdotas que las trabajadoras de las asociaciones caritativas de la región les contaban).
Cuando esa madre soltera en paro de dos niños acaba en un banco de alimentos abriendo y bebiéndose allí mismo una lata de tomate por puro hambre, sabes que no se trata sólo de un exceso delirante de los creadores. Es algo que ha salido de nuestro mundo, de esa Gran Bretaña decidida desde hace años a criminalizar a sus clases bajas y desmontar cualquier vestigio de la sociedad del bienestar. Las películas de Loach raras veces son cine, siempre son ideología laborista. Nadie lo hace tan bien como él.
Astracanada Dumont
Esperábamos una astracanada de Bruno Dumont y así ha sido. Otro de los franceses que se nos presenta este año en la sección oficial ha dado el que podríamos llamar un salto lógico en su filmografía, pero demostrando con ello a la vez que ciertas pretensiones que intuíamos en sus anteriores películas cobran un cariz muy distinto. Los espectadores salimos ganando: a Dumont se le va la olla y nos presenta a Fabrice Luchini, Juliete Binoche, Jean-Luc Vincent y otros tantos practicando slapstick dumontiano, pura felicidad enajenada. Como algunos miembros de la prensa española han señalado: aquí hay mucho de El Milagro de P. Tinto.
¿La excusa? Unas vacaciones de la aristocracia francesa de principios del siglo XX a Calais, la vida rutinaria de los remeros de la región y la investigación policial sobre unas misteriosas desapariciones en la costa que dirigen los agentes del orden más ineptos de aquí a París. No busques mucha coherencia narrativa más, porque de lo que se trata es de filmar una serie de situaciones del todo sorprendentes, quintaesencialmente absurdas y con tantos padres y madres en sus referencias (¿Son un homenaje a el Gordo y el Flaco el dúo policial? ¿Asoma por ahí Mel Brooks o es más bien Terry Gilliam?) que parece nacer de una relación tan incestuosa como los señoritos de la película.
El comisario hace ruido de globo al andar, la Binoche hace de plañidera pía completamente histérica y los paletos llenan sus días cargando en volandas a las damas y comiéndose después sus cadáveres. Nadie en todo el pueblo que no sea un completo idiota.
El comisario hace ruido de globo al andar, la Binoche hace de plañidera pía completamente histérica y los paletos llenan sus días cargando en volandas a las damas y comiéndose después sus cadáveres
Ma Loute es un éxtasis donde el director sigue ejercitando su talento para la elección de casting (cada vez que aparece en primerísimo primer plano algún rostro la comedia brota sola), pero se desliga definitivamente de toda posible crónica social, como podía leerse en las películas de sus inicios y de la que ya quedaba poco en P’Tit Quinquin, su último trabajo estrenado y una de las series más queridas por la crítica de los últimos años.
Es con esta nueva obra que se intuye que para el creador esa propensión por las problemáticas humanas eran fruto de la necesidad presupuestaria. Dumont coge aire y echa a volar su tontería, como también lo hará sin motivo aparente el esférico comisario obsesionado por los misterios, esos que es incapaz de entender. Será difícil para algunos sintonizar con este universo, tan excesivo como cansino, pero a Dumont que le quiten lo bailado.