Cinco años hace de Las aventuras de Tintín: el secreto del Unicornio y, extensivamente, de la última vez que Steven Spielberg se puso a los mandos de una película que, más que rodada en digital, está dirigida en digital. Con Mi amigo el gigante, película que nos presenta Cannes fuera de competición, el maestro retorna al cine infantil, adaptando al escritor británico Roald Dahl y apelando, queriendo o sin querer, a la ternura que despierta su cine fantástico, y más concretamente ese de las amistades imposibles entre un niño y una criatura fantástica.
El cuento que relataría el escritor de Charlie y la Fábrica de Chocolate o Matilda para entusiasmo de las juveniles audiencias sigue la amistad entre un gentle giant y una niña huérfana (y un tanto marisabidilla). BFG es hostigado por el resto de gigantes de su tierra, a la que Sophie es “invitada” sin ticket de vuelta al mundo de los humanos. Pero gracias a los ánimos de esta niña de 10 años, ambos lograrán poner las cosas en su sitio, por muy pernicioso que eso acabe siendo para su amistad.
Es un relato arquetípico, como el de El Mago de Oz o, sin ir más lejos, Donde viven los Monstruos, con una niña que cae prendida ante la fantasía que derrocha el mundo de criaturas extrañas al otro lado de la realidad. Pero la aventura que adapta Spielberg le viene como anillo al dedo. La asombrosa profesión del gigante es cazar, literalmente, los sueños de jóvenes y adultos, colocándose el cineasta sin querer en la figura central que retrata, un cuento sobre la obligatoriedad de mantener siempre viva la llama de la imaginación y no dejar de crear mundos lo más impresionantes posibles. Un epítome de lo dionisíaco.
Pero lo hace también de una forma perversa, filmando no el mundo real, sino uno artificial renderizado por ordenador que, pese a los esfuerzos de los detalles en el rostro del monstruo (el actor que le ha caracterizado es Mark Rylance) no permite liberarnos de la sensación de que lo que nos cuenta es totalmente falso. Por mucho que lo evitemos, los entornos en CGI (ese problema a la hora de captar los efectos de la gravedad) aún están lejos de desencadenar ese misterio al que sí nos trasladaban las películas que jugaban con los efectos especiales tradicionales, y eso lastra la función, desvinculándonos de lo que vemos en pantalla.
Pese a todo, no es del todo nuestra la potestad de juzgar Mi amigo el gigante, pues se trata de un producto realizado no para hechizar a los asistentes al Festival de Cannes, sino a los niños que acudan a las salas. No importa que su guion sea del todo prototípico o que la cámara, aunque juguetona, reitere en exceso detalles centrados en explotar el lado cómico de una película que no tiene nada de esto. Tal vez ellos encuentren algo de magia en ese gigante patoso y esos valles de luminosidad onírica que son como la visión eléctrica de un cuento de hadas. Tal vez a ellos les hagan gracia los chistes de la Reina de Inglaterra tirándose pedos. Si es así, es que la película habrá logrado su verdadero objetivo: hacer que los más pequeños salgan de ver esta película con una reconfortante sonrisa.