Park Chan-Wook impresionó al público de Cannes 12 años atrás, cuando la estimulante Old Boy se alzó con el Gran Premio del Jurado. Desde entonces, el director ha ofrecido varias perlas de su particular universo, cintas que se recrean en la violencia y el trastornado comportamiento de sus protagonistas, y en las dos últimas, Stoker y Snowpiercer, saltando al rodaje con rostros internacionales. El coreano vuelve a trabajar en su país con un thriller victoriano cargado de pulsiones sexuales lésbicas -e incluso antimasculinas-, que ha dividido la opinión de los asistentes al Festival (y ha provocado un fuerte dolor de entrepierna a más de uno).
Park se vale del relato de la británica Sarah Waters, Fingersmith, para vestir su estilizada fantasía gótica ambientada en los años 30 (en la novela original era el siglo XIX) sobre dos embaucadores, un hombre y una mujer, que intentarán inmiscuirse en la vida de una hermosa señorita poseedora de una gran herencia. El plan se torcerá cuando Sookie, la estafadora que se ha disfrazado de criada, empiece a sentirse atraída por la dama.
El coreano cuenta esta esencia feminista salpicando el relato con tres escenas sexuales entre las dos mujeres protagonistas de lo más pornográficas
De ahí, una serie de giros y golpes de efecto continuados que irán alterando la perspectiva del espectador de quiénes son las víctimas y los verdugos, disfrutando de mientras de un derroche visual terriblemente bien dirigido y comprobando que lo que desarrolla The Handmaiden en realidad es, además de su habitual fetichismo hacia los cuerpos y los objetos, una crítica a la fiscalización y utilización de la vida sexual de las mujeres para someterla a los deseos de los hombres.
Curiosamente, el coreano cuenta esta esencia feminista salpicando el relato con tres escenas sexuales entre las dos mujeres protagonistas (Kim Min-Hee y la novata Kin Tae-ri, están exultantes) de lo más pornográficas, recreándose en los juegos de cama del dúo femenino desde planos detalle y planos generales y haciendo exactamente lo mismo que desde su superficial argumento atacan las chicas. ¿Son esas escenas un caballo de Troya? ¿Una amonestación del director al cómplice voyeurismo que los espectadores han ejercitado siempre con las escenas más morbosas de su cine?
Con The Handmaiden seguimos lejos de su tríptico sobre la venganza. Atrás quedaron los días de aquellas narraciones con una exquisita disposición de sus puzzles argumentales. En los tres actos de su nueva película, una vez conocemos la dinámica de engaños que los personajes se profesan entre sí, se nos hacen muy poco sorprendentes, incluso reiterativos. Un sólido entretenimiento de un autor al que sabemos que podemos pedirle mucho más.
Adolescentes salvajes
También libidinosa, aunque al otro lado del espectro, es American Honey, la road movie que presenta en competición, al igual que Park, la joven directora británica Andrea Arnold. Nos trasladamos al midwest norteamericano, a la white trash o, mejor dicho, la “american honey”, como acompaña su título y la canción de Lady Antebellum, que también sale en la película.
Adolescentes salvajes, ignorantes y libérrimos que viajan en caravana en un comunitario tour como comerciales a puerta fría que venden suscripciones a revistas (o al menos esa es la excusa) a despistados clientes de todos los estados y clases, dibujando de paso la situación cultural y vital de un país tan sumido en la decadencia económica como esperanzado en un futuro triunfante.
El de los adolescentes autónomos que intentan vender un producto que nadie quiere se nos aparece como un tema magnético
El de los adolescentes autónomos que intentan vender un producto que nadie quiere se nos aparece como un tema magnético, que la directora (que traslada por primera vez su historia fuera de Reino Unido, aunque sigue retratando a personajes de los más bajos estratos de la sociedad) sacó de Long Days, Slim Rewards, un artículo del New York Times sobre la vida real de estos chicos, que defienden que su opción laboral, aunque fruto de la precariedad, se trata más bien de un estilo de vida. Y la directora logra filmar a unos curiosos personajes insertados en el propio paisaje, recordándonos mucho a los outsiders de Easy Riders y a los chiquillos de las películas Larry Clark.
La debutante Sasha Lane, Shia LaBeouf y una troupe de jóvenes que comparten contexto social representan ese mapa vital en el que se encuentran los millennials sin apoyo familiar o institucional. Después de duras jornadas pateándose los vecindarios, la caravana volverá a los moteles y a sus despreocupadas, salvajes juergas etílicas y lascivas envueltas en música trap (la otra gran protagonista de esta historia). Maratonianas odiseas de la picaresca de aquellos que, como vemos, en el fondo sólo intentan adaptar el duro entorno a su forma de sobrellevar lo que les ha tocado. Suenan Lana del Rey y Rihanna, y no parece casualidad.
Aunque la narración, como la cámara, discurre con una aleatoriedad que se asemeja a la de sus propias vidas, siempre al borde de una fatalidad que no termina de llegar, la sensación que nos deja el bombardeo de texturas nacionales de Arnold -después de dos horas y tres cuartos- es que no se nos ha ofrecido el extra diferencial con respecto a los referentes citados y otros que podrían ser Harmony Korine o incluso Gus Van Sant.
Podemos valorar el esfuerzo de la británica por arrojar luz desde una mirada externa a la situación actual de la narración de la Lost America, pero el tiro le sale mal. Por el momento, los estadounidenses siguen ostentando el trono del retrato social adolescente.