Soy de los que consideran que una sociedad se empobrece cuando se rige por criterios económicos. Puede que no lo haga en términos de PIB o de riqueza material, pero sí en méritos éticos y culturales. Las exigencias que esas normas imponen conquistan parcelas de la vida cotidiana hasta someter a otros valores igual de relevantes para la consecución de la riqueza, el patrimonio y la supervivencia misma de la sociedad. En el fondo, economía, cultura o ética hablan de lo mismo: del valor. Eso que ya relacionó la famosa Escuela de Chicago y que en estos tiempos nos ha llevado a comprobar cómo el valor financiero ha contaminado el pensamiento en detrimento del valor de la ética y, desde luego, de la cultura.
Esta semana, en una de las entrevistas promocionales que Martin Scorsese ha concedido con motivo del estreno de su vigésimo cuarta cinta –Silencio- declaró que las películas serias y las historias personales no estaban obteniendo el apoyo de Hollywood y volvía la vista, con razonable nostalgia, hacia la década de los 70, cuando precisamente ese era el principal atractivo de la cinematografía. Basta recordar los nombres de algunos de los cineastas que rodaban y estrenaban en esa década: Ingmar Bergman, Dennis Hopper, John Cassavetes, Francois Truffaut, Luchino Visconti, Federico Fellini, Peter Bogdanovich, Francis Ford Coppola, Robert Altman, Steven Spielberg o, por supuesto, el propio Martin Scorsese.
No es que películas banales convivan con discursos reflexivos, más intelectuales; es que solo la intrascendencia encuentra espacio y financiación
Entonces volví a acordarme de la madre que parió a la Escuela de Chicago. El sacrosanto principio de la rentabilidad, ese que hoy está destruyendo todo destello intelectual, enriquecerá las arcas pero empobrecerá a la sociedad ya que, al tratar el valor cultural como si fuese un valor económico, solo permitirá que sobreviva lo rentable, sustituyendo la cultura por puro entretenimiento, sin discurso, sin pensamiento, sin valores, llegando a lo que podríamos definir como una cultura de la banalidad.
Piensen en la sinopsis de Silencio: Segunda mitad del siglo XVII. Dos sacerdotes jesuitas portugueses emprenden un viaje hasta Japón para encontrar a su mentor que, según se rumorea, ha renunciado a su fe tras ser perseguido y torturado. En busca de este misionero, los dos sacerdotes vivirán el suplicio y la violencia con que los japoneses reciben a los cristianos. Y es que, en el país nipón la práctica del catolicismo no está permitida, por lo que aquellos que practican esta creencia deben hacerlo en la clandestinidad.
Aunque se trata de una adaptación de la novela de Shushaku Endo, esa sinopsis sería insostenible para un director novel. En la industria cinematográfica actual que, como toda industria se rige por valores económicos, ese argumento solo se sustenta sobre el nombre y apellido de su realizador. Esa es su gran baza. Una cultura del entretenimiento es capaz de defender las sinopsis de Fast & Furious 8 o Guerra Mundial Z 2 sin despeinarse ni ruborizarse.
Sin embargo, para defender la de Silencio necesitan que el prestigio de un realizador como Martin Scorsese esté detrás, porque el propio argumento ya está en la antípodas de los reclamos que emplea el cine de consumo, que es el que, evidentemente, aporta beneficios económicos. No es que películas banales convivan con discursos reflexivos, más intelectuales; es que solo la intrascendencia encuentra espacio y financiación.
Decir que Scorsese es uno de los diez directores de cine más importantes del siglo XX es una obviedad. Que algunas de las obras maestras del séptimo arte tienen su firma es una evidencia
Pensar que un director como Scorsese pudiera dejar de rodar porque los valores económicos de rentabilidad le impidiesen seguir haciendo un cine de autor, con cimientos y principios, lejos de la trivialidad de los contenidos que hoy nutren el entretenimiento, me disgusta mucho. Decir que Scorsese es uno de los diez directores de cine más importantes del siglo XX es una obviedad. Que algunas de las obras maestras del séptimo arte tienen su firma es una evidencia. Que hoy, a los 74 años, tengo la sensación de que alberga inquietud, energía e historias para no dejar de rodar nunca es una certeza. Que siente tanto respeto por el cine como por el espectador es una realidad. Por eso no lo trata con condescendencia.
Es un autor, un creador, que está hecho de cine. Admira a Kurosawa, a Visconti, a Eisenstein; creó una fundación mundial para proteger la historia del cine y divulgar el patrimonio cinematográfico, las películas huérfanas, abandonadas u olvidadas. Alguien con esa concepción y respeto por el séptimo arte no debería encontrar ningún obstáculo para poder rodar. Porque Scorsese es bueno hasta cuando se equivoca.
Ya lo he apuntado otras veces pero no me molesta repetirme. Deberíamos empezar a reconocer que la cultura nunca fue una industria; lo fue el entretenimiento, eso sí, que puede nacer de una creación cultural pero no necesariamente culta. La cultura es una forma de vida social que ahora, prácticamente todo el mundo, se rige por unos parámetros básicos de evasión y distracción.
El entretenimiento dirige la cultura. Imagínense las consecuencias de eso en un país como España, dotado de una infinita riqueza cultural sustentada por unos pilares sociales tan débiles que están provocando que la rentabilidad económica sea el único modelo cultural sostenible, abocándolo a la nimiedad, dándole todo el poder al mero pasatiempo, entorpeciendo la convivencia con otra cultura –y otro entretenimiento de calidad- y relegando la autoría, la reflexión, el compromiso, el discernimiento, a un desnutrido underground. Así que, si ustedes me lo permiten, hoy, como ayer, voy a poner en valor a un cine y unos creadores que nos ayudaron a construir un pensamiento crítico para convertirnos en algo más trascendente que un mero lugar diseñado para el carnaval y la parodia.