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Dunkerque es la mejor película de Christopher Nolan. También (y por eso) está llamada a convertirse en la película de consenso entre sus fans, sus detractores y los que adoptamos una postura intermedia ante su cine. Postura, esta última, injustamente mal vista: Nolan encabeza la nómina de directores a los que no se puede querer a medias. Una absurda regla no escrita dice que o se le ama o se le odia. Pues mira, esta vez tenemos razón todos.
Dunkerque confirma a Nolan como el maestro que ven en él sus incondicionales. Pero también puede gustarle al espectador más crítico con sus películas, sobre todo con las que definen más su estilo (a partir de Batman Begins), porque en ella se distancia de algunas de sus señas de identidad o, directamente, rompe con ellas. Dunkerque no es una rara avis en la filmografía del autor, es coherente con su obra anterior. Pero también es obvio que Nolan invierte o altera en ella algunas de sus constantes narrativas y visuales.
Experiencia sensorial
Para empezar, es la primera película de Nolan en mucho tiempo (también desde Batman Begins) en la que la forma no está por encima del fondo o, directamente, lo emborrona o colapsa a golpe de virtuosismo. El aparato formal de Dunkerque, ambientada en la Segunda Guerra Mundial y centrada en una difícil operación de evacuación de las tropas aliadas en la costa francesa, no se impone a la historia, no va nunca por libre.
Dunkerque es de un virtuosismo incontestable, pero forma y fondo son esta vez un compacto y vibrante todo indisociable. No hay plano, movimiento de cámara, decisión de montaje o, importantísimo, recurso sonoro (probablemente el cincuenta por ciento de la eficacia de Dunkerque esté en su banda de sonido) que no estén al servicio de lo que Nolan quiere contarnos o, mejor dicho, hacernos experimentar: que “la supervivencia –como dice uno de los soldados– no es justa”. Esa afirmación es el motor de un auténtico survival de guerra planteado como experiencia tangible, sensorial e inmersiva, como una invitación a experimentar el horror a la misma vez que los personajes.
Dunkerque es cine-experiencia. Es frío, es daño, es miedo, es angustia, es egoísmo, es violencia, es adrenalina. Es un viaje más físico que mental o sentimental a las entrañas de la guerra. Es interesante la aproximación de Nolan a los personajes para contagiarnos su horror, la forma en la que se pega a ellos. La jugada es preciosa: borrar al grupo para centrarse en el individuo y, a partir de ese individuo sin historia, hablar del grupo, de la experiencia común del conflicto. Por eso Dunkerque, sin sacrificar las escenas de acción (espectaculares, concisas, claustrofóbicas hasta en exteriores), se llena de primeros planos de rostros descompuestos y aterrados. De caras voluntariamente intercambiables. Y por eso también las tropas se desenfocan, los soldados se confunden y sus siluetas se ennegrecen en los planos generales, convertidos en estampas conceptuales, en abstracciones del horror.
Juego narrativo
Hablaba de personajes sin historia y de un viaje no sentimental. No es exactamente así. Nolan apunta la biografía que hay detrás de algunos personajes (como los encarnados por Mark Rylance y Kenneth Branagh) y cae en algún desliz emocional hacia el final. Pero, al contrario de lo que hace en películas como Origen (2010) e Interstellar (2014), no se sirve de sus dramas personales y de un exceso de sentimiento (tan disimulado como estudiado) para tocar al espectador y encubrir una narración confusa y menos trascendental de lo que parece. He aquí otro punto de ruptura sus películas anteriores. En Dunkerque están todas las cartas sobre la mesa. Es lo que ves, un relato de supervivencia seco y en primer plano, sin significados en espiral y sin apenas dimensión sentimental.
La jugada es preciosa: borrar al grupo para centrarse en el individuo y, a partir de ese individuo sin historia, hablar del grupo, de la experiencia común del conflicto
Nolan vuelve a jugar con la narración. Divide el filme en tres historias intercaladas que manejan tres marcos temporales distintos. Una sucede a lo largo de una semana. Otra, durante un día. Y una tercera, en una hora. Es quizá la vez que Nolan experimenta con más suerte con la narración y el tiempo, que ese juego narrativo marca de la casa ni enreda el relato ni lo convierte en algo pesado o confuso. Esa estructura alterna pero en embudo, perfectamente ejecutada, es clave en la propuesta inmersiva de Nolan porque nos deja sin asideros, nos impide ver el fin y, una vez más, convierte la guerra en una abstracción terrorífica, imposible de delimitar y que solo acabará cuando ella quiera.