Detroit es una película tan difícil de soportar como brillante. Es soberbia como crónica de un episodio real muy concreto: una redada policial, con final trágico, llevada a cabo en el Algiers Motel de Detroit, en Michigan, durante los disturbios raciales que tuvieron lugar en julio de 1967. Es magnífica como captura de una violencia irreversiblemente íntima. Y, sobre todo, es brutal como retrato del racismo en Estados Unidos, mostrado por Kathryn Bigelow y por Mark Boal, guionista de sus tres últimas (y muy conectadas) películas, como un mal longevo y resistente que extiende sus brazos a la policía, el sistema judicial y la política del país. Detroit pasa a finales de los 60, pero no habla de un racismo, una corrupción o una violencia exclusivas de esos años o puntuales: mucho tienen que cambiar las cosas para que esta película deje de estar de actualidad en algún momento.
Detroit es un filme claro y lúcido, pero no es un viaje fácil. Está en perfecta sintonía con las anteriores películas de Bigelow En tierra hostil (2008), sobre la guerra de Irak, y Zero Dark Thirty (2012), en torno a la caza de Osama bin Laden. Dos películas con las que conforma una contundente trilogía sobre la historia reciente de Estados Unidos y, en concreto, sobre la experiencia íntima de un conflicto global, de un drama colectivo. Es, como aquellas, una película de estilo realista, de acento documental y ejecución nerviosa. Quizá es en la que más se lleva al límite la cámara inquieta para simular el pulso irregular, el desconcierto y la rabia del que mira lo que preferiría no haber visto nunca. Pero también es la que, sin parecerlo por su barniz de verismo, más recurre a los códigos del cine de género para llevar las emociones a un límite difícil de soportar.
Detroit tiene varias áreas diferenciadas, entre ellas una presentación de personajes más o menos convencional, las escenas de estilo documental que recrean la revuelta en las calles y un último acto con modos de thriller judicial. Todas estás bien. Muy bien, de hecho. Sin buscar el retrato psicológico, Bigelow y Boal proponen personajes competentes, no simples figuras al servicio de la acción. Detroit abraza temas de gran alcance, pero es evidente que se mueve más en un plano físico que mental: deja huella, pero está pensada más como una experiencia del horror a digerir a posteriori que como una meditación en presente.
Aun así, hay en ella personajes e historias muy potentes, entre las que destaca la del cantante de The Dramatics, uno de los jóvenes afroamericanos que estaban en el Algiers Motel cuando fue tomado por los policías corruptos, o la del guardia de seguridad al que da vida John Boyega, personaje poco agradecido pero lleno de quiebros y magníficamente interpretado (como todos, no hay en Detroit interpretación mala).
La recreación de la revuelta y de la brutalidad policial en las calles de Detroit es impecable. Y en la parte más rutinaria de todas, la del thriller judicial, la película no abusa de los clichés del subgénero y se opta por una narración fragmentada con elipsis interesantes. Pero, sin duda, donde Detroit se convierte en una película inmensa, sin duda una de las películas del año, es en la larguísima secuencia del asalto al motel. Eso son palabras mayores.
La larga y agónica secuencia del asalto se sufre en directo, de una manera física, casi epidérmica. Pero es su fondo atroz lo que la hace realmente insoportable y, por ello, magistral
La dramatización del asalto al Algiers Motel, operación policial en la que un grupo de jóvenes negros y dos chicas blancas fueron sometidos a un juego macabro que derivó en humillaciones, torturas y asesinatos, es una de las mejores películas de miedo (también de las más angustiosas) que verás este año. Es puro cine de terror de asalto. Es sencillamente alucinante la maestría con la que Bigelow dirige a los actores, gestiona el tiempo, se desplaza por las habitaciones del Algiers, orquesta el juego macabro llevado a cabo por los policías, convierte en atmósfera, sudor y sangre el horror de las víctimas y la ira de sus verdugos, y escenifica la tortura física y psicológica (también el punto en el que ambas se confunden).
Es alucinante que ese ejercicio de pulso y precisión no quede reducido a un artificio virtuoso pero hueco. La larga y agónica secuencia del asalto se sufre en directo, de una manera física, casi epidérmica. Pero es su fondo atroz, su naturaleza de escenificación de un horror real terriblemente vigente (son tantos los detalles que elevan ese fragmento del filme), lo que la hace realmente insoportable y, por ello, magistral.