Ya desde su título, tomado de la novela de Arthur Schnitzler en la que se inspira con suma libertad, Morir se presenta como un salto al vacío, como una película sin miedo (aunque en ella se hable mucho, de manera silenciosa, del miedo) que se busca a sí misma sin hacer concesiones. Sin hacer concesiones ni al espectador ni a los personajes, una pareja joven que hace frente a la enfermedad terminal de uno de los dos. El segundo largometraje como director (y coguionista) de Fernando Franco es duro y dolorosamente triste. No hay en él alivio ni consuelo, no hay espacios donde pararse a coger aire o esconderse para estallar emocionalmente.
El director de La herida (2013) expone la degradación de esa pareja, puesta a prueba por la vida de forma precoz y de la manera más cruel, con una claridad (pese a la ausencia de luz) y un naturalismo difíciles de soportar. Ahí está la principal virtud de la película. Pero ahí está también, como siempre que se corren riesgos, lo que le impide elevarse del todo.
Es imposible no admirar el arrojo de Fernando Franco y de los actores que encarnan a Marta (Marian Álvarez) y Luis (Andrés Gertrúdix), personajes de los que apenas sabemos nada, a los que vemos desvanecerse de maneras distintas (la muerte de Luis, la muerte en vida de Marta, la muerte prematura e injusta del amor que se tienen) sin poder hacer nada. Ni tan solo llorarles, porque Morir no genera tanto emociones inmediatas como una tremenda desazón que te acompaña mientras la ves y también una vez ha acabado.
Es imposible no apreciar el riesgo de la propuesta. No porque directores y actores hayan huido con firmeza de las decisiones que suelen enturbiar este tipo de relatos, como los excesos sentimentales, la tendencia a lo escabroso, una aproximación casi mística a los conceptos vida y muerte o la apertura forzada a la esperanza, material delicado que suele usarse con muy poca suerte en el cine contemporáneo. Ni siquiera porque director, actor y productores hayan alzado la película que han querido, indiscutiblemente difícil, en tiempos de un cine domesticado que piensa más en su futuro en taquilla que en expresarse de manera honesta.
El verdadero riesgo de Morir (también la razón por la que es imposible no apreciarla incluso cuando no quieres volver a verla por su aspereza, por su dureza) que debe ser subrayado es el que han corrido director y actores al entregarse sin reservas, sin miedo y con una complicidad fuera de lo común (un filme como Morir solo puede partir de una visión totalmente compartida del relato y de su intimidad) a una película que no tiene ni asideros, ni zonas de confort, ni compensaciones inmediatas.
Alzada sobre la imponente interpretación de Marian Álvarez y Andrés Gertrúdix, la película muestra de forma realista la degradación de una pareja puesta a prueba por la enfermedad
Alzada sobre la imponente interpretación de Marian Álvarez y Andrés Gertrúdix, la película de Fernando Franco muestra de forma extremadamente realista la degradación de una relación de pareja puesta a prueba por la enfermedad. Lo hace con un realismo difícil de asimilar (al final, las desgracias en el cine son más fáciles de digerir cuando se exageran que cuando, como aquí, se muestran como son), sin emociones evidentes (están ahí, pero el dolor las tiene sepultadas), sin reflexiones domesticadas sobre vida, muerte, enfermedad o culpa, sin un manto poético, sin abrir las ventanas para que entre un poco de luz. Morir es un ejercicio frontal ejecutado con una lucidez admirable y despojado de los vicios del drama en torno a la pérdida. Le falta, eso sí, algo que la haga realmente trascender, que se imponga a sus muchos valores objetivos y deje en el espectador una huella (o una herida) todavía más intensa.