El cine ha posado su mirada en la crisis de los refugiados. Justo cuando los medios han dejado de prestar atención, directores como Robert Guediguian, Aki Kaurismaki o incluso Michael Haneke han intentado entender qué le pasa a Europa. Por qué la sociedad se ha mostrado impasible ante un problema de esta envergadura. Todos han atizado a los políticos y a la burguesía desde la ficción, fieles a su estilo, pero incorporando una nueva problemática social que no desaparecerá en los próximos años aunque los políticos no hagan nada por solucionarlo.
En el mundo del arte ha sido Ai Weiwei uno de los que ha denunciado la actuación de los países europeos con más fervor. A través de obra por diferentes países ha recordado todo este tiempo que el tema de los refugiados no acabó con Aylan, sino que debería ser una prioridad para ellos. Su siguiente paso en su lucha ha sido rodar él mismo un documental sobre el tema que ahora se estrena en nuestro país tras pasar por el Festival de Venecia y la pasada Seminci de Valladolid.
Marea Humana pretende ser un retrato de los refugiados más amplio. Lo que hemos visto en los últimos años se fijaba sólo en Siria y en los muertos en el mar Mediterráneo, pero Weiwei decide, con acierto, ampliar su mirada a todos los movimientos de exiliados que ha habido en las últimas décadas. Eso le permite explicar con claridad que esto es algo que ocurre desde que el mundo se obsesiona con las fronteras y las identidades, e intentar entender otras realidades que no tienen cabida en los medios de comunicación.
Nadie duda del activismo de Weiwei, como nadie duda que es uno de los artistas con más ego del panorama actual. Él es la única persona del mundo que lleva una carcasa del móvil con su rostro, un ejemplo que sirve para explicar lo que ocurre con su Marea Humana. En su radiografía sobre los refugiados, ellos, los que deberían ser los protagonistas, pronto pasan a un segundo plano para darle paso a la verdadera estrella de la función: Ai Weiwei. Su documental parece una campaña promocional para que todo el mundo sepa lo solidario y comprometido que está.
Weiwei llega a hacerse selfies con los refugiados en varias ocasiones. No porque ellos se lo pidan, sino porque él quiere tener un recuerdo, un souvenir de su aventura. En este paseo ególatra le vemos también hacerse una foto con un folio en el que se lee ‘Ai Weiwei con los refugiados’, cortarse el pelo como uno de ellos mientras la cámara se acerca a su rostro lentamente -en un plano calcado al que usa Denis Villeneuve en el comienzo de Incendies- y otros tantos ejemplos más que culminan con el momento en el que queda claro que no entiende a aquellos a los que acompaña.
En un campamento un refugiado se acerca a él. Ai Weiwei, en un gesto simbólico, le dice que se intercambien los pasaportes. Porque nadie tiene nacionalidad ni debería estar en esas condiciones por su lugar de nacimiento. Bien. El joven decide vacilarle y le dice que si se queda con su pasaporte que también se quede con su tienda de campaña, a lo que el artista le contesta que entonces se quede con su estudio en Berlín.
Weiwei, que fue preso político y refugiado, no se da cuenta de que no es uno de ellos, les quiere tratar como iguales, pero no sabe cómo hacerlo. Ese estudio de Berlín que ofrece como una broma, es algo que aquel chaval del campamento nunca podrá tener. Ya está en otra realidad, y aunque en su apuesta visual y de conjunto se note sus buenas intenciones -y lo que el documental podría haber sido- el conjunto queda como una oportunidad perdida. Aun así, para el recuerdo quedan varias imágenes y un mensaje mucho más realista que el que los medios han dado hasta ahora. El activismo de Ai Weiwei sigue siendo muy necesario, su ego no.