Extremista, marginal y violento: los tópicos del taxista que perpetuó el cine
Los prejuicios hacia el oficio de taxista contagian al cine, que redondea un imaginario popular en el que este trabajador es un hombre nocturno, trapacero y agresivo que coquetea con el lumpen y se regodea en su mal humor.
30 julio, 2018 18:07La imagen poética -y caótica- del día es la de un rosario de taxis colapsando el Paseo de la Castellana de Madrid: circulan a paso de tortuga hasta el Ministerio de Fomento, como hormiguitas molestas. Los huelguistas de hoy representan a la clase obrera puesta en pie contra un mercado liberal que les bautiza como “obsoletos”, pero no sólo tienen ya que pelear contra las licencias de VTC, sino contra una suerte de estigma que ha calado en el imaginario popular y que se ha ido contagiando, también, por la vía cultural: tiene mucho que ver con los prejuicios… y las generalizaciones.
Decía Umberto Eco que el taxista “es nervioso y odia a otra criatura antropomorfa” -porque conduce todo el día en el tráfico ciudadano, actividad que lleva “al infarto o a la neurosis”-: “Esto induce a los radicales chic a decir que todos los taxistas son fascistas. No es cierto, el taxista se desinteresa de los problemas ideológicos: odia las demostraciones sindicales, pero no por su color, sino porque obstaculizan”, guiñaba el filósofo, peleando, con ironía, el estereotipo abyecto de este trabajador.
Pero hay algo más. Cierta criminalización cultural que ha educado la mirada del ciudadano hacia este trabajador de volante. Se explica también mediante el cine, que le achaca masculinidad tóxica. En algún momento, el taxista pasó de ser un tipo sin identidad relevante que encabezaba persecuciones en favor de los protagonistas del filme -ahí el mítico “siga a ese taxi”- a una suerte de personaje oscuro que capitanea la noche, que odia el mundo y sus gentes, que escucha conversaciones que no le corresponden. Claro que nuestros héroes son los que nos ha dictado Hollywood y no hay paladines del proletariado. Lo escribió Owen Jones en Chavs. La demonización de la clase obrera (Capitán Swing): las élites dibujan a las clases populares como vagos y peligrosos, como delincuentes.
Aquí el taxista que ha retratado el cine, con su capacidad de crear iconos de culto: una suerte de Travis en Taxi Driver, esa joya de Martin Scorsese protagonizada por Robert De Niro. Travis ha llegado a leyenda, pero no precisamente por la bondad que destila el marginal conductor; sino por su desencanto ante la sociedad, por su ira, por su rabia, por su deseo de hacer justicia desde la individualidad, por su misantropía incorregible. “Por la noche salen bichos de todas clases: furcias, macarras, maleantes, maricas, lesbianas, drogadictos, traficantes de droga… tipos raros. Algún día llegará una verdadera lluvia que limpiará las calles de esta escoria”, decía De Niro, en un alarde de intolerancia homófoba.
El taxista (y el lumpen)
“Escuchad, imbéciles de mierda, aquí hay un hombre que va a cortar por lo sano, un hombre que va a hacer frente a la chusma, a la prostitución, a las drogas, a la podredumbre, a la basura. Un hombre que acabará con todo eso”. En realidad Travis es el hijo furioso de una sociedad que le expulsa y le condena a la marginalidad. Es hijo de un oficio que le agota, que le explota y le consume. En su condición de taxista -por insomne-, está acostumbrado a vivir la peor cara de la ciudad. “Cada noche, al regresar al garaje, tengo que limpiar semen del sillón trasero. Algunas noches limpio sangre”, contaba.
Travis se desquicia por un rechazo amoroso y empieza a atentar contra ese mundo que le hiere y en el que es un incomprendido. Es más: planea dar un golpe contra el candidato a la presidencia del Gobierno, con quien un día coincide en su propio taxi. “Te diré una cosa: he aprendido mucho más sobre América montando en taxis que en todas las limusinas del país”, le dice el candidato, y le pregunta: “¿Qué es lo que más te molesta de este país?”. Aquí el pastel: “(…) Debería limpiar esta ciudad, porque esta ciudad es como un alcantarilla abierta, ¿sabe? Está llena de inmundicia y pordioseros. Y a veces uno ya no puede más. Quienquiera que sea el próximo presidente, debería limpiarla de verdad, ¿sabe lo que quiero decir? A veces salgo y me da dolor de cabeza respirar esta peste, ¿sabe? es algo, que nunca se va, ¿sabe? Creo que el presidente debería limpiar toda esta suciedad, tirarla por el maldito retrete”.
De nuevo, el taxista más icónico de la historia de nuestro cine subraya la podredumbre del mundo y a ratos coquetea con los desprecios de la extrema derecha: sueña con una ciudad limpia, con una raza pura. No planea ayudar a los desfavorecidos, sino eliminarlos, procurar que no manchen su postal. No ha entendido que él también es una víctima más de ese sistema, pero la víctima también se vuelve verdugo. Eso es lo que sucede al final de la película: la sangría. La matanza.
Los clichés del oficio
Cuando el taxista deja de ser un secundario para convertirse en protagonista, se desarrollan en él todos los clichés del oficio: mal humor, bravuconería, noctunidad y alevosía, sordidez, radicalismos derechistas. El taxista, en definitiva, no se nos presenta como un hombre de fiar: por no hablar de Taxi (Carlos Saura, 1996), en la que un grupo de taxistas bautizado como “la familia” se dedica a limpiar Madrid de negros, homosexuales, transexuales, travestis y toxicómanos durante sus patrullas nocturnas.
Hay patrones que se imitan en Drive (Nicolas Winding Refn, 2011), protagonizada por Ryan Gosling, a la que llamaron “la secuela de Taxi Driver”. Aquí el protagonista trabaja de día en un taller, pero por las noches ejerce de chófer, de taxista ilegal al servicio de delincuentes. Siempre ese imaginario del hombre, la velocidad, los malhechores rondando y la ilegalidad. O Conspiración (Richard Donner, 1997), que dibuja al taxista -Mel Gibson- como un tipo conspiranoico, pesado con sus clientes y acosador con la fiscal interpretada por Julia Roberts -aunque luego las tornas se van girando-.
Ojo a Night Fare (Julien Seri, 2015), en la que dos jóvenes regresan en taxi a su hotel, bebidos y planeando una jugarreta: no pagarle al conductor. Lo que no se esperan es que el taxista comenzará a perseguirlos y les hará pasar una noche terrorífica. Es una suerte de versión francesa de El diablo sobre ruedas. O Taxi para tres (Orlando Lübbert, 2001), en la que un taxista agobiado por sus deudas decide asociarse con los jóvenes ladrones.
El cine es un gran escaparate de las tendencias sociales y de los oficios que se relacionan con determinados comportamientos y actitudes: pero como espectadores, y como ciudadanos, debemos estar por encima del cliché. Ya lo decía Travis: “Doce horas trabajando y sigo sin poder dormir. ¡Maldita sea! Los días duran y duran. Y no acaban. Lo único que necesitaba era darle algo de sentido a mi vida...”.