Crear es una droga, quizás la más potente que existe. Los contadores de historias necesitan escribir, rodar e imaginar otros mundos para sobrevivir, y nosotros necesitamos esas historias para hacer nuestra vida mejor. Quizás por eso uno de los miedos más grandes de un artistas es la página en blanco. No tener nada que contar. Estar vacío por dentro. Una sensación que puede asemejarse al dolor físico más grande que uno pueda padecer.
Pedro Almodóvar ha sentido esa adicción a crear, y también ese vértigo a pensar que nunca más podría rodar, o bien por problemas de salud, o bien porque lo que escribía en su ordenador no satisfacía su alto nivel de exigencia. Ese vacío existencial es uno de los motores de Dolor y Gloria, su nueva película y una de las mejores de su filmografía. Con mucha diferencia su mejor filme desde Volver, y además el más personal y honesto de todos sus títulos.
El manchego siempre entrega algo de su ser en cada película. A veces de forma más explícita, como esa dedicatoria a su madre en el excelso final de Todo sobre mi madre, o en la trama del pueblo de Volver, y otras de una manera más rebuscada, buscando conexiones entre todas sus obras. Todos sus filmes están conectados por pequeños detalles que hace que pertenezcan a un mismo universo, personal y reconocible.
En Dolor y Gloria es él mismo el que se coloca en el centro de ese universo como absoluto protagonista a través de un álter ego interpretado por Antonio Banderas -brillante en su mejor papel-. Él da vida a Salvador Mallo, un realizador sin nada que contar, achacado por los dolores, y traumatizado por muchos fantasmas del pasado. Esos fantasmas, compartidos entre el director y su personaje, salen a la luz de la forma más sincera y hermosa. Ahí está ese primer deseo, recordado en una de las escenas que pasarán a la historia de su carrera, las rencillas con los actores, la movida -que se recuerda a través de la palabra, nunca a través de la imagen-, y sobre todo: su madre.
La figura materna ha sido siempre fundamental en el cine de Almodóvar. Ausente en sus primeras obras, cada vez más explícita en las siguientes, e incluso materializada por su propia madre en Mujeres al borde de un ataque de nervios -donde interpretaba un pequeño papel- o con una actriz dando vida a madres coraje, descarnadas, que eran pura emoción. Sus mejores personajes corresponden a esta figura, como la Manuela de Todo sobre mi madre o la Raimunda de Volver.
Aunque aquí el protagonista sea un hombre -uno que rompe el tópico de que las películas masculinas de Almodóvar no funcionan-, la figura materna es uno de los motores de la acción. El protagonista recordará sus memorias felices junto a su madre en la posguerra de los 60, en una cueva de Paterna, con unas escenas luminosas que emocionan. Allí la madre es una Penélope Cruz que encarna el amor incondicional en medio de las más duras condiciones. En el presente es una Julieta Serrano llena de reproches, de cosas que Almodóvar nunca se dijo con su madre pero que hubiese deseado hacer. Serrano tiene pocas escenas, pero su conversación con Banderas en la terraza remueve por dentro y deberían dar a la actriz su primer premio Goya el año que viene.
Almodóvar juega de nuevo con la estructura narrativa, como ya hiciera en La mala educación, y se basa en los viajes producidos por fumar heroína para que su protagonista revisite su pasado para exorcizar sus fantasmas del presente. Una estructura que en su último plano -uno de los más bellos del cine reciente- cambia y otorga al filme otro signficado que, enlaza con ese dolor a la página en blanco que está presente en todo el filme.
Dolor y Gloria también es una declaración de amor al cine, además en pantalla grande, como explica ese monólogo La adicción, escrito por el personaje de Banderas, y contado de forma brillante por Asier Etxeandía en otra de las grandes escenas del filme. Un relato que habla de La Movida, de amores pasados -Leonardo Sabraglia se come su escena del reencuentro-, de cine, de la necesidad de crear… y todo ello con una desnudez en la puesta en escena, sólo con una lona blanca al fondo, que demuestra la perfección estética a la que ha llegado el director Manchego. Su puesta en escena es brillante, pero esta vez al servicio de una historia tan personal que forma y fondo caminan siempre juntos.
Pocas pegas -los tres 'cameos' juntos en los primeros minutos, la escena con un machete en Lavapiés- se pueden poner a este viaje por la carrera del director español más importante de la historia de nuestro cine, al que siempre hay que agradecer que siga soñando, escribiendo, y creando. Nuestro cine necesita muchas historias de Pedro Almodóvar. Nosotros, como espectadores, también.