La maternidad se ha idealizado durante décadas en el cine. El ‘estado de buena esperanza’ lo llamaban, de hecho, en una sociedad que consideraba que parir era la función principal de las mujeres y que aquellos nueve meses debían ser un motivo de felicidad absoluta. Cuando uno vive de cerca un embarazo se da cuenta de que nada es tan bonito como lo pintan, y que las mujeres siempre salen perdiendo.
Si este proceso afecta a parejas que desean con todas sus fuerzas un hijo y que, además, tienen una situación económica más que solvente, imaginen qué pasa con aquellas que sin desearlo se encuentran ante la situación de tener o no tener un bebé que no deseaban y en un momento de precariedad. Esas parejas no son las que se nos han contado. Al menos hasta ahora, cuando Carlos Marqués-Marcet estrena Los días que vendrán, emocionante y realista retrato de un embarazo que alcanza cotas de verdad y de retrato generacional que cuesta ver en el cine actual (y que arrasó en el pasado Festival de Málaga).
Lluis y Vir son treintañeros de la España actual. Llevan sólo un año juntos y el embarazo les pillan por sorpresa. Aunque se plantean abortar, deciden tenerlo. No eligen porque realmente quieran ser padres, pero no tienen claro que no quieran serlo, así que deciden que por qué no, que qué puede salir mal. La relación moderna, progresista e ideal de la pareja se pone al límite cuando se enfrente a lo que realmente supone un embarazo. Ella está de becaria en un periódico y él tiene que aceptar un trabajo de abogado que siempre había prometido que rehusaría.
La pérdida de ideales de una generación es una de las constantes del cine de Marqués-Marcet, que aquí enfrenta a la pareja embarazada a la realidad de un mundo capitalista que fagocita todo. No hace falta irse al extremo de los más desamparados para darse cuenta de que, en 2019, sólo puede ser padre el que se lo puede permitir económicamente.
Los días que vendrán sigue el proceso desde el comienzo hasta el parto, y lo hace sin subrayados, sin dramatismos, confiando toda la verdad a su naturalismo, a su cámara que desaparece para dejar que todo fluya entre las cuatro paredes que encierran y oprimen a David Verdaguer, y sobre todo a María Rodríguez Soto, absoluta sorpresa y responsable de una de las mejores interpretaciones del año. Si hubiera justicia todos los premios del año deberían ser suyos gracias a una composición delicada que es capaz de emocionar y hacer entender a su personaje sólo con un gesto o una mirada.
Uno de los aciertos de la película de Carlos Marqués-Marcet es el retrato masculino en una situación como el embarazo. ¿Cómo se ayuda cuando no se entiende lo que pasa?, ¿por qué los hombres creemos que ayudamos cuando realmente controlamos? Una mirada sin compasión, pero sin juzgar a su protagonista, pero que deja claro que la auténtica heroína es la mujer.
La química de los dos actores, con el director, puede ser fruto del metalenguaje y del engranaje que empuja el filme. Todos son amigos entre sí, mientras que los protagonistas son pareja en la vida real y el embarazo que seguimos es auténtico, y fue el que vivieron los actores. Realidad y ficción jugando para encontrar la verdad, como en ese vídeo en el que vemos a la auténtica madre de María Rodríguez-Soto y hasta su parto.
Un pequeño gran filme que confirma a Marqués-Marcet como un director con una gran capacidad para retratar una generación y cómo el contexto económico y social marca sus relaciones hasta hacerla volar por los aires.
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