Daniel Sánchez Arévalo entró como un rato en el cine español. Tras triunfar en el mundo del cortometraje debutó en el largo con una ópera prima de esas que quedan marcadas. Se llamaba AzulOscuroCasiNegro, y con ese tono entre la comedia, la reflexión y el drama conmovió a todo el mundo. De paso dio a conocer nombres como los de Antonio de la Torre o Quim Gutiérrez, que ganaron los dos el Goya por el filme. Sánchez Arévalo hizo lo propio como director novel.
Sus siguientes películas fueron saltos al vacío. Gordos era una producción compleja con un tema aún más complejo, y precisamente lo que tan bien funcionaba en su primer filme, el tono, se le iba de las manos aquí. Tras el éxito de Primos, su apuesta más directa por la comedia, llegó La gran familia española. De la mano de Antena 3 mezcló cinefilia, fútbol, primeros y últimos amores. Muchas nominaciones a los Goya, pero la sensación de que a pesar del éxito había perdido frescura.
Después de dos aventuras mucho más aparatosas, llega su quinta película, Diecisiete, y con ella la sensación de que el director vuelve a sus orígenes, a las raíces de su cine. Lo hace en tamaño, con una historia mucho más sencilla, con apenas dos personajes y nada alrededor que manche lo que importa, y también al reencontrarse con ese tono que navega siempre entre lo natural y lo pomposo. Un tono que siempre tiene el riesgo de caer en lo ñoño, pero que aquí consigue aguantar todo el metraje.
Diecisiete es la historia de dos hermanos sin padres, uno con asperger que pasa la vida en centros de menores para meterle en vereda, y el hermano mayor que sobrevive como puede y ha dado la espalda a su hermano porque no puede aguantar los problemas de los dos. Cuando el menor se escapa en busca de un perro con el que ha iniciado una terapia, ambos se reencontrarán e iniciarán un viaje en caravana en compañía de su abuela moribunda. El macguffin es encontrar al perro huido, pero la realidad es que lo que buscan es reconstruir una relación perdida.
Una película que también regresa a Santander, como en su mayor éxito de taquilla, Primos, y que aprovecha sus paisajes como caja en la que meter esta historia en la que prácticamente no pasa nada, y esto es un auténtico cumplido, porque no hace falta. El esqueleto es ver cómo, entre conversaciones banales o profundas, estos dos hermanos reconstruyen sus lazos, y lo hacen con la fina ironía de Sánchez Arévalo y también con sus arrebatos más melodramáticos.
Una vez el personaje de Biel Montoro sale del centro de menores la película despega, y lo hace también gracias a la química de estos dos actores, comandados por un Nacho Sánchez que debería ser desde ya favorito al Goya al Mejor actor revelación. El actor, al que habíamos visto en la obra de teatro La piedra oscura por la que ganó el Max, será un descubrimiento para todo el público que le descubra en Netflix -ojo que puede convertirse en un pelotazo en la plataforma- y deberían lloverle los papeles a partir de ahora.
En él todo queda natural, emocionante. Encuentra la forma de decir hasta las frases más rimbombantes y que no desentone. En él descansa casi todo el peso, y es él el que lo conduce por todas las curvas de este viaje agridulce que se ve con una sonrisa en la boca y con los ojos humedecidos. Sánchez Arévalo ha vuelto. Muchos le acusarán de ñoño, pero él tiene claro que en tiempos de cinismo, él prefiere el buenismo.
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