Qué tiempos aquellos en los que celebrábamos ‘la película anual de Woody Allen’. El director nunca faltaba a su cita. Como un reloj llegaba en el último cuatrimestre su nueva aportación al cine. Ya en edad de jubilación, el maestro alternaba entre obras maestras incuestionables (Match Point o Medianoche en París) con otros filmes que muchos firmarían por tener en su carrera (Blue Jasmine o Wonder Wheel). También bodrios como Conocerás al hombre de tus sueños o A Roma con amor, que la crítica americana destrozaba y la europea salvaba con eufemismos.
Toda esa rutina, esperar el estreno de Woody Allen y posicionarse se vio alterado el año pasado, cuando por primera vez desde 1982 no tuvimos película del director de Annie Hall. El tiempo se detuvo entonces, debido a las maniobras de Amazon para meter la comedia que le habían producido, y que era parte de un macro acuerdo entre ambos, en un cajón e impedir su estreno en salas por la resurrección de las acusaciones de su hija de abusos sexuales. Un caso judicial cerrado que volvió abrirse tras el escándalo de Harvey Weinstein y que colocó al director al borde del equilibrio.
No era un caso nuevo, todos sabían que esto había pasado y nunca hubo polémica porque había una sentencia en favor de Allen, pero de repente la industria dio la espalda al director. También actores y actrices. Greta Gerwig y Timothée Chalamet declararon que donarían el dinero de su participación en sus películas al Me Too y que no lo harían más. Lo mismo que Rebecca Hall, cuyo caso es más complejo, ya que ya había participado anteriormente en Vicky Cristina Barcelona. Del lado del director, al menos mientras no haya un cambio en su caso, se colocaron Javier Bardem, Penélope Cruz, Diane Keaton y una de sus últimas musas, Scarlett Johansson, que hace poco se arriesgaba en plena carrera por el Oscar diciendo que trabajaría de nuevo con él sin dudarlo.
Todo ello ha provocado que la película que tenía que haberse estrenado en 2018, Día de lluvia en Nueva York, llegue a las salas un año tarde. Pero no pasa nada, porque al menos hemos podido reencontrarnos con Woody Allen, con la ciudad de la que está enamorado y con todas sus filias y fobias en un filme que no hay ninguna duda que está escrito y dirigido por el realizador. El espíritu alleniano flota en cada fotograma, en cada diálogo.
Es cierto que no es una de las mejores películas del director, nadie se lo exige ya, y que muestra síntomas de agotamiento en la dirección. Su puesta en escena, siempre elegante y jugándoselo todo a largos planos sin corte, ya no arriesga, está en un piloto automático en el que él ha desaparecido para dar toda la importancia al texto. Ya no juega, no recurre a efectos que rompen la tranquilidad y ha adoptado un clasicismo que maneja a la perfección.
Día de lluvia en Nueva York rejuvenece a los protagonistas de una historia 100% Woody Allen. La de un joven que es, cómo no, un alter ego del director. Un joven universitario que no quiere estudiar, que cree que lo que le ofrece la carrera no es la vida real y que se alimenta de leer a los clásicos, escuchar jazz, comprar vinilos y ser el más moderno de los modernos. Todo ello se lo puede permitir porque pertenece a una familia rica y a sus ganancias jugando al póker. Un personaje que alterna lo entrañable y lo irritante, una izquierda caviar que encarna con precisión Chalamet, que podía haber sido un nuevo álter ego recurrente del cineasta.
El joven, que no por casualidad se llama Gatsby, tiene una novia de la América profunda que quiere ser periodista (una ingenua Elle Fanning) con la que disfruta enseñándola todo lo que él conoce. Un síndrome paternalista y machirulo del que Allen se ríe. Gatsby disfruta siendo el intelectual que tiene una novia guapa pero menos lista. Todo estalla cuando viajan a Manhattan para que ella haga una entrevista a un cineasta de culto para la revista de la Universidad.
Allen rueda una comedia romántica nostálgica, agridulce y con muchísimo encanto, pintada por la luz de Vittorio Storaro y que sigue regalando frases ácidas que sólo él podría escribir. Una apología de los días de lluvia por encima de aquellos soleados y esas jornadas primaverales que el cine y los escritores nos han vendido como románticos y perfecto. Chalamet viaja por la lluvia encontrándose a sí mismo mientras Fanning realiza su viaje por otro de los lugares favoritos del director: las tripas del mundo del cine.
Directores con crisis creativas, egos desatados, guionistas infieles, actores mediocres que buscan ligar con grupis y otros tantos tópicos con los que Allen (y nosotros) nos divertimos como enanos con una deliciosa comedia romántica llena de ironía, pero también de encanto y magia. Esperemos que no tengamos que esperar otros dos años para disfrutar de su nueva película, que además se ha rodado y se ambienta en el Festival de Cine de San Sebastián.