Eran finales de los años 80 y un señor fondón con barba comenzaba a trabajar de guionista en la televisión de EEUU. Se había encargado de una adaptación muy loca de La bella y la bestia y de intentar revivir La dimensión desconocida. Ninguna tuvo éxito. Pero él tenía otra misión. A todos los sitios a los que iba llevaba su manuscrito con una serie ambiciosa, una fantasía medieval con dragones, muerte y sexo por doquier. Una radiografía del poder tan salvaje como adictiva. Todos tenían la misma respuesta: ni había tanto dinero para producir eso ni podían permitirse ese contenido.
Aquel señor se llamaba George R.R. Martin, y estaba llamado a cambiar la historia de la televisión, aunque él todavía no lo supiera. Ante la negativa de la televisión plasmó todo eso en una serie de novelas en las que pudo explayarse y ser tan bestia como quiso. Canción de Hielo y Fuego se publicó en 1996 y se convirtió en un fenómeno de ventas con millones de fans en todo el mundo. A comienzos de los 2000 ya era el centro de todas las ofertas de Hollywood, pero ahora fue Martin el que las rechazó todas. Tenía un motivo, no podían condensar todo eso en una película, y vio la ficción televisiva como la mejor opción para realizarla. Si no llegaba una oferta digna para hacerlo de esa forma no habría adaptación de Juego de Tronos.
La televisión que Martin conoció a finales de los 80 no se parecía en nada a la de comienzos del siglo XXI. La culpa la tenía una cadena de cable llamada HBO que se había sacado de la manga una serie de gángsters que había dado la vuelta a la ficción. Los Soprano habían cambiado todo, y la excelencia se instalaba en las ficciones televisivas, que antes apostaban a lo seguro y ahora buscaban el riesgo y a un público adulto en el que no cortarse con tabús como el sexo, los tacos o la violencia.
El destino del escritor y el de la cadena se juntaron gracias a David Benioff, dan de las novelas y obsesionado con adaptarlas en una serie. Junto a su socio D. B. Weiss prepararon un tratamiento y se reunieron cinco horas con Martin hasta obtener el permiso que cambiaría la historia de la televisión. Era 2006, y ya entonces la presidenta de HBO adquirió la idea, aunque no tenía muy claro que ese fuera el tipo de producto que buscaban. La marca de la casa eran series eminentemente adultas, y la fantasía medieval se unía a fenómenos fans para adolescentes y gente más joven.
Pese a todo dieron el paso, y el 17 de abril de 2011 emitieron el primer episodio. Nadie sabía que estaba comenzando una serie que pasaría a los anales de la historia de televisión. HBO conseguía su primer éxito masivo y se abría a otros públicos. Nadie podía escapar a Juego de Tronos, y provocó una nueva oleada de películas y series que buscaban a la misma audiencia con subproductos que se parecían pero que no tenían su profundidad ni su nivel de producción.
La adaptación de las novelas habían colocado a HBO en una posición privilegiada, y su expansión por todo el mundo era cuestión de tiempo. En las primeras temporadas vendió sus derechos a otros países (aquí Movistar), pero cuando las plataformas de contenido online estuvieron asentadas llegó a cada país con la idea de coger su parte del pastel e incluso producir contenido. El resultado es que ahora mismo se estima que hay 142 millones de personas suscritas a su servicio en 150 países, y que unos 26 millones de personas ven cada capítulo de la serie. Esta temporada esos récords se pulverizarán, ya que en su emisión en abierto el penúltimo episodio ha rozado los 19 millones sin tener en cuenta las visualizaciones de después de su estreno. Cifras que ya no consiguen las televisiones en abierto con sus productos más familiares.
HBO puso una pica en Flandes. Se arriesgó y salió bien. Demostró que la excelencia que ellos promueven no está reñida con el éxito de espectadores. Nunca trató a los suyos como idiotas, y mientras otros apostaban por la cantidad, ellos lo hicieron por la calidad. Ahora el reto de la cadena es mayor que nunca. Su producto estrella se acaba en pleno auge de Netflix, y muchos temen un éxodo de suscriptores que intentarán frenar con nuevas series que sustituyan las ganas de Juego de Tronos.
Una religión
Si algo está claro es que lo que se ha vivido con Juego de Tronos y con este último episodio es algo que, con casi total seguridad, no se va a repetir. Las formas de consumo han cambiado, la gente ve los capítulos a su ritmo cuando puede y ahora lo que se lleva son los atracones, lo que llaman el ‘binge watching’. Por eso Netflix opta por poner todos los episodios de golpe, para que un usuario pueda ver toda la temporada en un día para consumir la siguiente inmediatamente después.
HBO, que comenzó como un canal de cable, ha optado por la emisión tradicional. Cada domingo, aquí la madrugada del lunes, se estrenaba el nuevo episodio que se ha convertido en un evento. La elección de verlo o no verlo quedaba tomada casi por inercia, no hacerlo significaba arriesgarse al día siguiente a comerse todo tipo de spoilers. Ver Juego de Tronos a las 3:00 am se ha convertido en una ceremonia, con Twitter echando humo y la gente despertándose a esa hora y malviviendo horas después.
No habíamos visto un fenómeno parecido, lo más similar fue Perdidos, pero más allá de que la serie de J.J. Abrams era bastante peor, no hay que olvidar que se emitía en un canal en abierto. Reunirse en torno a su episodios es como el que ve la final de la Champions. Conectar con un canal de pago o una plataforma de contenido a una hora determinada para verla en comunión, es algo que es difícil que se repita. El trono de hierro ya tiene dueño, y todos nosotros nos sentimos un poco huérfanos pero con la sensación de que hemos presenciado un momento que es historia de la televisión.