Soy muy fan de Juego de Tronos. Mucho. De los que se han quedado despiertos hasta que empezaba el capítulo en directo o se despertaba prontísimo para ir al trabajo con los deberes hechos y empezar a hablar de todo lo que había pasado. No hay que ser muy listos para saber que la serie de HBO es el mayor fenómeno de la televisión en años, puede que en décadas, y una de las ficciones más importantes e influyentes de la historia de la televisión.
Como antes hicieran productos como Perdidos, de alguna forma Juego de Tronos ha definido la forma de ver las series en los últimos años. Un producto masivo que quería ser consumido al instante, a la vez que el resto del mundo, y que tenía a millones y millones de personas enganchadas a una narrativa larga y exigente. La adaptación de George R.R. Martin fue un empuje definitivo para que las plataformas produjeran series ambiciosas, caras y adultas.
Además, Juego de Tronos no fue sólo un fenómeno, sino que su calidad era aplastante. Técnicamente era un prodigio, los altos presupuestos que manejaban lucían de maravilla, como una superproducción llena de efectos especiales, localizaciones increíbles y todo cuidado hasta el máximo detalle. En lo creativo no se quedaba atrás, narrativamente apostó por la pausa, por tomarse su tiempo para desarrollar cada trama, cada personaje. Se arriesgó a que muchos dijeran eso de ‘en esta serie no pasa nada’ y creó una historia que era mucho más que una mera fantasía.
No es de extrañar que los políticos españoles la usaran para explicar teorías y estrategias. Podemos, en su inicio, hasta sacó un libro analizando la actualidad desde la serie y Pablo Iglesias regaló al rey Felipe VI las temporadas de la serie. Hasta Cristina Cifuentes vistió una camiseta que decía “No soy una princesa, soy una Khaleesi”. Porque esa es otra, Juego de Tronos también sirvió para presentar a unos personajes femeninos que se convirtieron en referentes para una generación de jóvenes. Sansa y su astucia, la valentía de Arya, la decisión de Daenerys. Todo caló… hasta el final.
Las últimas temporadas se vieron lastradas por no tener la biblia de los libros de Martin como brújula. Lo que antes era paciencia ahora eran prisas, los personajes actuaban de forma errática y hasta a veces parecía que estaban en dos lugares a la vez. Las intrigas habían desaparecido y los giros llegaban de sopetón. Seguía siendo espectacular, el show más grande que hayamos visto nunca en una televisión, pero habían perdido ese ensamblaje perfecto que hacía que rozara lo sublime.
Había muchas esperanzas en la última temporada, y nadie puede decir que haya sido un fiasco, pero no es un cierre a la altura. Pasaron dos capítulos en los que volvieron a la pausa, a las intrigas y a la profundidad para luego meter la quinta en forma de batallas, caos y destrucción. Sí, el tercer episodio, esa batalla que muchos dijeron que era muy oscura, es un prodigio. Una de las cosas más imponentes que hemos visto este año, pero ahí se perdió todo. Traicionaron hasta a su emblema, Daenerys. No critico cómo acaba, sino que el arco del personaje se lo ventilaron en tres episodios.
Todos sabíamos que ella podía caer en la locura y quemarlo todo, pero hacerlo en un plis plas ha sido un error de libro, igual que esa coda final en la que deciden quién se queda con el trono y que parece escrita a posteriori. Juego de Tronos se merece un tirón de orejas, y ese tirón debería llegar en los Premios Emmy que se celebran este domingo. Si hubiera justicia no debería ganar el premio a la mejor serie dramática. No ha estado a la altura.
Ya ganó por la anterior temporada de forma inmerecida y todo indica que lo hará para cerrar haciendo historia. La grandiosa Mad Men se fue por la puerta de atrás y perdió con su despedida, pero no confía en que los académicos castiguen de la misma forma a la serie de HBO, el producto más importante en décadas. Si sonara la campanada puede que Killing Eve o Succession pudieran llevarse un gato al agua con el que nadie cuenta. El domingo se desvelará la incógnita.