Voy a empezar esta crítica como se acaban las relaciones de forma amistosa. Con ese clásico: “No eres tú, soy yo”. Esa frase que es un tópico pero que encierra una gran verdad, sabes que en la otra persona hay cosas buenas y que otras personas matarían por estar con ella, pero tú ya no quieres. Quizás todo se puede resumir en otro topicazo, este sobre cine: no es para mí. Yo reconozco que La casa de papel ya no es para mí y que en su cuarta entrega me he aburrido.
Como cuando se acaba un noviazgo hay que decir las cosas buenas. Es una serie histórica, el fenómeno más grande surgida de nuestra ficción y la demostración de que podíamos hacer las cosas como los mejores. Grandes presupuestos, acción a borbotones, y una factura técnica que para sí la quisieran el 99% de las series que se estrenan, pero ya no es suficiente. Y no lo es porque esta cuarta entrega es lo mismo de siempre, pero sin el factor sorpresa, por lo que todas las costuras del producto se ven mucho más.
Esta nueva entrega comienza justo donde terminó la anterior, porque en el fondo las dos forman parte de la misma línea narrativa, ese golpe al Banco de España que cumple con todo lo que suele ser una secuela: más grande, más espectacular, más acción… Lo que ha demostrado La casa de papel es que si algo gusta para qué van a cambiarlo, así que desde el primer momento nos encontramos con la voz en off de Úrsula Corberó, que como siempre actúa de narrador omnisciente sabedor de todo, incluso de sitios y personas donde no ha estado. Uno de los saltos de fe que le han pedido al espectador desde el primer minuto.
Pero como todo tiene que ir in crescendo, esa voz en off cada vez tira más a filosofía de tazas de Mr. Wonderful. Una de las primeras cosas que oímos es que “todos llevamos un francotirador apuntándonos al corazón, pero el terror de verdad llega cuando esa bala no te da a ti y se lleva por delante a una persona que amas”. Pensándolo bien creo que esta frase esconde el principal problema de esta entrega de La casa de papel, y es un guion que en bastantes ocasiones se toma demasiado en serio y que intenta calzar momentos dramáticos, románticos y emotivos cuando lo que realmente necesitamos es una acción desprejuiciada y a calzón quitado.
Otro ejemplo. Uno no puede plantar a Nairobi en un cochechito eléctrico recién operada, armada hasta los dientes, con dos rifles cruzados como si fuera un escudo (una imagen propia de una película de acción consciente de lo exagerado de su apuesta), y luego hacerla decir un discurso profundo para intentar emocionar al espectador. Ocurre cuando Lisboa y Alicia Sierra se ven las caras. Tras un intento de manipulación, la primera lo zanja con otra frase llena de autoconsciencia: “ni en siete reencarnaciones entenderías la naturaleza de nuestro amor”.
Es en el guion donde creo que La casa de papel se pierde, donde no sabe qué serie quiere ser y no termina de coger el tono. Si a nivel de acción propones cosas locas -un toro bravo atacando al profesor en el primer episodio- no te pongas estupendo un segundo después. Lo de las frases lapidarias de sus personajes es algo que esta temporada ya se va de madre, y Palermo se lleva la palma con cosas como “sois mi putita, no mi mamá”. Menos mal que los directores -Jesús Colmenar, Javier Quintas, Koldo Serra y Álex Rodrigo- sí entienden lo que esta serie debe ser: un espectáculo puro y desprejuiciado. Ellos le dan ritmo, pulso y se nota que saben dirigir acción y un gran presupuesto aunque siempre se recurra a la fórmula de musicón y montaje frenético para subir las pulsaciones, una marca de la casa que sigue funcionando aunque ya nos la sepamos.
Las dinámicas entre los personajes no han variado. Los piques de Tokio y Lisboa, las meteduras de pata de Denver, las frases de primero de feminismo de Nairobi… La casa de papel sabe cuáles son las teclas que funcionan y las toca una y otra vez, pero ya no compone la canción del año, sino la canción del verano, esa que ya nos sabemos de memoria y que bailamos porque se te mete dentro y no puedes sacártela. Nada sorprende, ni las traiciones, ni los giros -que se ven venir-, y sabes que siempre todo lo había previsto el profesor. Da igual lo jodidos que estén que el plan contaba con ello.
Sé que muchos disfrutan con el personaje de Alicia Sierra, pero yo sigo pensando que está en otra serie, una en la que a Najwa Nimri le dejan estar en un registro diferente en cada frase y la obligan a decir cosas como “picha brava” o “pim, pam, pum bocadillo de atún”. Esperaba después un “Digamelón” o un “Efestiviwonder”, pero me quedé con las ganas.
Una de las grandes novedades es la presencia de Belén Cuesta en un personaje que abrirá el debate. No voy a hacer spoiler, pero la decisión de ponerla a ella en ese personaje en 2020 es un melón que ya se ha abierto otras veces y que volverá a hacerlo ahora. Sin contar con eso ella vuelve a imprimir aire fresco, como siempre, y demuestra que puede enfrentarse a cualquier registro.
Pero lo que más me molesta del momento actual de La casa de papel es que hayan dejado escapar, en un momento como el que vivimos, todo el contexto social que la envuelve. Estos atracadores han creado una verdadero revolución, la gente les apoya y se tiran a las calles para protestar contra el sistema. Es un material interesantísimo, casi inflamable, pero aquí vuelve a ser una excusa, y hasta el final del segundo capítulo no vemos de nuevo al pueblo. Es una serie que ocurre de espaldas a lo que pasa en las calles, aunque su éxito mundial se fundamente en las ganas de todos de joder el sistema.
No creo que Netflix vaya a cortar el grifo de La casa de papel, la serie sigue funcionando y debemos sentirnos muy orgullosos de que nuestra ficción cree pelotazos como este, pero creo que es momento de renovarse o morir. Hace falta una reinvención, porque los fans no van a querer ver lo mismo una y otra vez. Porque el amor, como todo, se agota, pero prefiero quedar como ese amigo que sigue viendo la serie con una sonrisa en la cara y no como aquellos fans de perdidos que se sintieron estafados.
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