Mis amigos de Iuris querían que les acompañase en sus visitas del penúltimo día en Manhattan o al menos durante la cena en el restaurante especializado en costillas de Brooklyn, pero yo les dije que esa jornada la dedicaría a trabajar en la biblioteca del Yale Club junto a la estación central.
No iba a perdonar mi carrera matutina junto al rio Hudson a pesar del frío y el viento reinante ese día, así que minutos después disfrutaba de las vistas de New Jersey a mi derecha cruzándome con otros corredores mientras observaba las pequeñas olas que nos salpicaban haciendo éstas que me alejase de la orilla.
Sobre las nueve se abrió el ascensor en la tercera planta del club y entré en el restaurante para dar buena cuenta de un exquisito desayuno en el buffet. Mientras degustaba un excelente té ingles recordaba los otros días en que había invitado a mis amigos de la universidad Rey Juan Carlos al club y departíamos sobre los temas más variados.
Subí por la escalera a la biblioteca y al llegar giré a la derecha para recrearme caminando por el pasillo lleno de libros a ambos lados de suelo a techo. Ya al final, accedí a un gran salón de techos altos con artesonados y paredes cubiertas de librerías solo interrumpidas por unos amplios ventanales que inundaban de luz esa estancia.
Me senté en una gran mesa alargada de madera maciza situándome enfrente de otra librería en forma de “U” con dos cómodos sillones a cada lado, encendí la lámpara y conecté mi portátil a la corriente. Elegí una mesa en la que no había nadie. Necesitaba unas horas de concentración para actualizar mi lista de asuntos pendientes.
En la quietud y el silencio de las bibliotecas nos concentramos con más facilidad en el quehacer que tengamos entre manos y dependerá de nosotros no distraernos evadiéndonos en nuestros pensamientos o con algo que ocurra a nuestro alrededor. Lo mejor para que eso no ocurra es centrarnos en nuestro trabajo, y eso fue lo que hice durante un par de horas aproximadamente.
Advertí que en la mesa situada a mi derecha había dos personas fijándome especialmente en una joven de melena rubia con gafas que estaba sentada de frente a un ventanal, al contrario que yo. Apartando la atención de la pantalla de mi ordenador en varias ocasiones observé a esa rubia esbelta de unos treinta y cinco años pensando a qué se dedicaría ¿Sería abogada y estaría preparando algún juicio? ¿Sería socia del club o vendría como hija de socio? ¿Sería graduada de la Universidad de Yale? ¿O quizás sería médica?
También me recreé imaginándome que podría entablar una conversación con esa atractiva neoyorquina, quizás porque ya era hora de levantarme y estirar los pies tomando un café, cuando en ese momento giró su cabeza hacia mi y me sonrió. Aunque me sentí gratamente sorprendido por esa dulce mirada que solo subsistió unos instantes, ese incidente incentivó aún más mi propósito de practicar mi modesto inglés.
De nuevo fijé mi atención en mi labor constatando minutos después que algo extraño ocurría a mi alrededor pues al parecer un visitante de la biblioteca no paraba de mover su silla y se cambiaba de mesa sin apenas permanecer tiempo en su lugar inicial. Igualmente, presencié cómo se trasladaba este señor desde su asiento a un sillón frente a mi y cuando apenas había calentado su efímero trono, otra vez regresaba a su silla.
Pero si sorprendente era esa anárquica deambulación más aún lo eran los inexplicables ruidos que emitía ese extravagante hombre de unos setenta años, pues a mis oídos llegaron unos estruendos cuyos orígenes no acertaba a precisar hasta que observé con mis propios ojos que se auto golpeaba con su puño derecho la palma de su mano izquierdo, violentando así la paz que debe reinar en una biblioteca.
También gargajeaba, carraspeaba e incluso parecía escupir – espero que no fuese así - generando gran confusión en los pocos visitantes que allí permanecíamos. Cuando parecía que volvía el silencio durante unos minutos, este molesto señor tosía y se aclaraba de nuevo la garganta sin vislumbrar yo un final en esa perturbación.
Miré hacia mi derecha para contemplar una imagen más agradable y vi que la treintañera rubia recogía de pie sus pertenencias con disposición a marcharse. Seguí su trayectoria hasta que desapareció en la puerta de salida.
Aunque me había distraído brevemente con la escena anteriormente descrita, me alarmó en ese instante un desagradable olor al que no daba crédito y aunque podía imaginar de qué clase de hedor se trataba, mi duda se disipó cuando a un sonido fácilmente reconocible se unió una pestilencia que ya hacía insoportable mi permanencia en esa ilustrada dependencia. Se trataba del mismo caballero molesto.