Decidí que el taxi parase en la Puerta de la Carne y en la esquina de Santa María la Blanca vi una cafetería con carteles y dibujos de frutas y hortalizas, me aproximé a un velador que estaba libre llamándome la atención que las mesas de la terraza estaban pegadas unas a otras, teniendo junto a mi a dos jóvenes europeas del este. Hice con mi mano derecha un gesto para que me atendiese una camarera y ésta me indicó que debía pedir mi consumición en la barra.
Finalmente, me desplacé hasta la terraza de al lado. Aunque se trataba de un negocio más antiguo, parecía que ahí sí podría tomar un buen tentempié. Encargué al camarero un café americano, un zumo de naranja recién hecho y una viena tostada con aceite y jamón. Todo estaba riquísimo.
Como mi estancia en ese rellano del centro antiguo de la ciudad no estaba prevista, de pronto me vi bajo los naranjos y la gente pasando delante, la fachada del bar enfrente y la ventana para despachar, dos mesas altas y sus taburetes ocupados por el guitarrista que acaba de desentonar y con gran avidez se zampa su tostada; otro asiento con un cliente habitual que charla con los camareros y hace comentarios sobre algunas mujeres que pasan entre ellos y mi mesa.
Los abogados estamos tan ocupados la mayor parte del tiempo que cuando por alguna razón paramos el reloj, adquirimos conciencia de que hay un mundo aparte de nuestro trabajo todos los días. Y ahí, en ese momento exacto, cuando escuchamos cantar a los pájaros y miramos a todos los que pasan a un lado y a otro, somos realmente nosotros mismos un miércoles a las doce y media de la mañana de esta bendita primavera sevillana.
Veo pasar a mi profesor de Derecho canónico Don Anacleto junto a dos canónigos, con su cubana celeste y su gesto amable e intelectual, las manos atrás. Lo recuerdo en el Aula Magna en mitad del pasillo central del hemiciclo iluminado por las vidrieras que daban a un gran patio, con su característico gesto ilustrándonos sobre la impotencia coeundi como causa de nulidad.
Mis recuerdos de la antigua facultad de Derecho se evaden al pasar ante mi una mujer con la piel aceitunada y un vestido floreado contorneando su esbelta figura a la vez que su melena se desplaza rítmicamente a un lado y otro de su espalda. Y hacia la derecha venía un grupo de ancianos que me hizo gracia cuando una de ellas dijo “¡Mira, parece un indio de verdad!” sin disimular su abierta mirada hacia mi vecino de mesa que portaba un hermoso turbante amarillo intenso, llamando la atención de sus poco discretos acompañantes que se rieron desenfadadamente y lo contemplaron como a un animal expuesto.
A veces, nuestra ciudad parece vivir en otra época, como si no estuviese preparada para asumir que Sevilla ya es una ciudad cosmopolita. El camarero que me había servido, de poco más de veinte años, charlaba animadamente con el encargado de ofrecer el menú a los viandantes que él entendía podían ser clientes potenciales empleando su modesto inglés de pronunciación mejorable.
Entonces me pasó mi secretaria una llamada de una madre en una difícil tesitura que requería mis servicios desde Madrid, y colocándome mis auriculares inalámbricos la atendí a pesar del ruido intermitente de algunos coches que circulaban en la calle. De pronto estás relajándote ante esa estampa típica de Sevilla en la Judería, entre los naranjos cargados de azahar viendo cómo pasan ciudadanas extranjeras y te fijas en sus rostros, sus vestimentas, sus andares, intentas descifrar qué idioma pronuncian, cuando te involucran en un posible nuevo caso del bufete.
Sigo disfrutando un rato más de uno de esos momentos en los que nos evadimos los profesionales que trabajamos hasta las diez de la noche, he aquí una de las ventajas de una profesión liberal. Debería venir más aquí, el desayuno estaba realmente delicioso.
He recordado que esa calle de Santa María la Blanca está igual que cuando la visité aquella primera vez a los dieciséis con mis amigos Lupiañez y Pasilla en aquella primera Semana Santa del 80. Podía ser perfectamente un día de marzo de aquel año, entre el griterío de la gente, cuando todos parecen llevar un destino, seguros de sí, con una misión que cumplir en esos instantes de esta vida en la que un día pensamos todo lo que nos quedaba por vivir y ahora realmente nos sentimos igual que entonces, con muchas ganas de vivir, de disfrutar de la vida olvidándonos de nuestras responsabilidades, sin tensiones ni arduas disquisiciones que nos aparten de esa quietud a la vez rumorosa que nos enreda en una mañana de primavera sevillana.