Basta un breve paseo por Roma para darse cuenta de que la escena de Rómulo y Remo amamantados por una loba ha trascendido el mito clásico. Aparece estampada en camiones de reparto, documentos oficiales, camisetas y bufandas de fútbol, fuentes, señales de tráfico, fruterías, bares, discotecas, pilas bautismales y casinos. En forma de silueta, bajorrelieve o escultura, los fundadores de la ciudad se multiplican hasta ser imposible diferenciar si lo que tenemos delante es el sello oficial del Comune di Roma o alguna variación tuneada: recuerdo pasar a diario por un local cercano a via Cavour, con un escaparate encortinado y estampado con una silueta exacta a la utilizada por el ayuntamiento. Sólo el olor a pan a primera hora de la mañana desenmascaraba el verdadero uso del local, disfrazado de oficina de recaudación fiscal el resto del día.
El ejercicio de conectar ideas e imágenes, entre las millones almacenadas en el disco duro de nuestra memoria, debe ser un ejercicio neurológico complejísimo, pero tan ensayado que nos resulta cotidiano. Es ver una loba con la cabeza girada hacia nosotros y pensar en Roma, ver un oso erguido hacia un árbol y figurarnos Madrid, o encontrarnos con un oso más dulce y regordete para advertir que hablamos de Berlín. Los símbolos siempre nos han acompañado para facilitarnos la comunicación y generar lazos de afecto familiar con las ciudades que habitamos. Una suerte de mediadores entre el tiempo –normalmente un pasado glorioso artificial, porque nunca hemos vivido tan bien como ahora– y el espacio –ese tejido de calles y edificios que constituyen nuestras urbes–.
Si abriéramos una encuesta para decidir qué símbolo o personaje representa Sevilla, tendría claro mi voto. No es buena época para convocar referéndums –que se lo digan a Gabriel Boric o David Cameron–, pero propongo abrir este melón, excluyendo de la competición a María. Sí, María la de nuestro título de ciudad “MUY NOBLE, MUY LEAL, MUY HEROICA, INVICTA Y MARIANA”.
A decir verdad, el lema está bastante lejos de la realidad en casi todos sus adjetivos; no fue ni muy noble ni muy leal cuando sus acuartelamientos se plegaron a la llegada de los franceses en 1810, ni mucho menos heroicos cuando las tropas rebeldes entraron fácilmente en 1936 desde África para derrocar la II República. Parece que tampoco fue invicta, porque José I fue entronizado en la Catedral con todos los honores y Queipo estaba a los pocos días soltando bilis en la radio local. Pero en lo de Mariana el escudo sí dice la verdad. Y es una competición a la que no nos gana ni la mismísima Roma. Nuestro Notario Mayor del Reino, Silvio Fernández Melgarejo, dio fe de ello: “María es / la Pura Concepción / que antes que Roma mi Sevilla proclamó.”
Cuatro siglos después de que Sevilla se anotara el tanto del Dogma Concepcionista, algunos se niegan a aceptar que la Virgen es un icono universal en condiciones de ser estampado en fruterías y peluquerías. La realidad vence a la ficción y la dolorosa de cada barrio se guarda celosamente en las carteras, cuelga en bares y casetas de Feria y es portada de revistas irreverentes. Esa salud simbólica demuestra la universalidad de nuestro marianismo, aunque se empeñen en recluirla en sacristías y Alfas y Omegas.
El lenguaje que cada ciudad elige para comunicarse ofrece muchas pistas sobre su carácter. La reunificación de Italia en 1848 obligó a reforzar la imagen de Roma como madre de una patria fragmentada. Por eso se recurrió a sus vestigios fundacionales: Luperca, los hermanos lactantes y el SPQR que vemos en el estandarte de los armaos. Sevilla aterrizó en el siglo XXI cuando presentó en 2021, de la mano del estudio Lugadero, una nueva imagen corporativa acompañada de aquel lema de “Muy famosa, muy desconocida”. Una tipografía sencilla –calcada por Málaga meses después– y un mensaje directo. Pasados tres años, el nuevo gabinete ha empezado a sustituirla por carteles noventeros y pastiches compositivos. Un rebranding “Muy añejo, muy vetusto” que roza lo grotesco en una ciudad ahogada por la contaminación visual. Un paseo por las setas puede ser traumático para el ojo sensible: entre luces propias de Dubái, cincuenta y tantas señales de tráfico y un horripilante “I LOVE SEVILLA”, uno se pregunta en qué momento elegimos comunicarnos en ese idioma antiestético.
Si decidiéramos, visto lo visto, buscar un símbolo sevillanamente universal y contemporáneo –dejando el NODO para la comunicación institucional–, estoy convencido de que todos los caminos conducirían a un pájaro con cresta y pico multicolor. Curro cumple todos los requisitos: es blanco inmaculado como el palio de la Paz y a la vez impuramente fino como Gitanillo de Triana. La sangre entreverá de todas las cavas de Sevilla corre por sus alas y alcanza su cresta. Esa mezcla le hace capaz de recibir a Lady Di o Gorbachov mientras espera durante años en la puerta de un local de Gonzalo Bilbao o Francos a ser balanceado por algún niño.
La mascota de la Expo’92, que salió del mismo lápiz que el Yellow Submarine de los Beatles, es el pegamento más resistente entre generaciones, espectros sociales y camadas políticas. No pierde vigencia, al contrario, suma simpatías y cariño cuando está a punto de cumplir los 35. En un callejero lleno de santos, saturado de señales y carteles de dudoso gusto, y sin una mísera rotonda en su honor, es hora de saldar deudas y hacerle una estatua gigantesca en la orilla del Guadalquivir, como el coloso protector de Rodas. Un Curro erguido, sonriente al sevillano modo, que mire cara a cara al Puppy de Bilbao, al oso de Puerta del Sol, a los osos repartidos por Berlín y al Colón atrapado dentro de un huevo que un día nos regaló Rusia.
Quizás la única capaz de aguantarle la mirada sería la loba capitolina –que más sabe la loba por vieja que por loba–, lo que nos serviría de prueba definitiva para demostrar que nuestra Sevilla es la verdadera Roma Atlántica. Ni leal, ni honesta, ni invicta, pero sí muy mariana, muy currista y muy romana. De la Macarena a Triana. De los Gitanos a la Estrella.
Como Rómulo y Remo, los naranjos y la primavera, el incienso y el carbón o el albero y el zotal, nuestro Curro universal es el complemento perfecto para nuestra María emérita. Dos columnas sobre las que apoyarnos. Inmejorables embajadores de lo que somos. Una pareja invencible. Un tándem eterno, como Roma. Y como Sevilla.