Hay cosas que duran muchísimo y otras muy poco. Las estrellas que vemos en las noches claras son las mismas que veía Diego de Velázquez en sus veranos en la corte, y el mármol de la Piedad el mismo sobre el que Miguel Ángel debió posar su mano. Una luz en el cielo y una masa de piedra que contradicen los pocos segundos que tardan unos cordones mal anudados en desbaratarse o las pompas de gas de un buche de Coca Cola en desaparecer. El tiempo es relativo, eso está probado y sólo hay que pensar en que esa luz que compartimos con el pintor proviene de un foco que ya no existe, de una estrella que murió hace mucho, pero cuya luz sigue reflejándose en nuestra pupila.
A toda la extrañeza que genera esto se le une que podamos tocar los dedos del escultor pasando la mano por los pliegues de Cristo, cruzar la mirada con Velázquez al inclinar la cabeza hacia arriba, y que a la vez pasemos de estar vivos a muertos, como las estrellas, en un abrir y cerrar de ojos. “In ictu oculi”, como diría Juan Valdés Leal en su cuadro de la Caridad. Expandido y contraído como una masa de pan sin hornear, el tiempo campa a sus anchas y juega con nosotros.
Explica Antonio G. Maldonado en su colección de ensayos sobre el tiempo que las cosas que se piensan son más reales –duran más– que las cosas que se ven, como si las hipótesis imposibles –que las estrellas sean en realidad coches para desplazarse por el universo, por ejemplo– pesasen mucho más que un yunque, que la columna de Trajano o que la suma de todo el hormigón de la sede de los sóviets. El pequeño libro de Maldonado (“Los sentidos del tiempo”, la Caja Books, 2024) es una cantera de pesados mármoles porque invita a pensar en cada párrafo. «No consiste tanto en ver lo que nadie ha visto todavía como en pensar lo que nadie ha pensado todavía sobre lo que todo el mundo ve». El pensador malagueño cita a Erwin Schrödinger sin saber que es él quien está revelando a través de la palabra múltiples posibilidades, como si en la lectura de cada hoja se generase un nuevo universo. En realidad no hay certezas que desmientan esa posibilidad.
Cuenta el relato que Vicent Van Gogh, internado en sus últimos días en un sanatorio cercano a Arlés, encontraba en las estrellas una puerta temporal, con el cielo convertido en un hallazgo literario. Despojado de la cordura y de recursos más allá de los suministrados por su hermano Theo, miraba con frecuencia al cielo y, cara a cara con Velázquez, pensaba y pintaba. Así nació en junio de 1889 la sublime “Noche estrellada”, con las luces del alba arremolinadas, y uno de los pasajes epistemológicos más evocadores del último siglo: “Confieso que la contemplación de las estrellas siempre me hace soñar, tan simplemente como me hacen soñar los puntos negros que representan en los mapas las ciudades y los pueblos”, contaba a su hermano benefactor; “Así como tomamos el tren para trasladarnos a Tarascón o a Ruán, tomamos la muerte para viajar a una estrella. (…) No me parece imposible que el cólera, el mal de piedra, la tisis, el cáncer, sean medios de locomoción celeste, como los barcos a vapor, los ómnibus y el ferrocarril lo son terrestres.” A no ser que el tiempo circule hacia atrás (tampoco se podría descartar), Van Gogh no pudo leer a Schrödinger porque murió cuando el físico tenía 3 años, pero el tiempo derretido en las estrellas del pintor ilustran perfectamente la idea de que lo importante no es ver sino pensar, interpretar, soñar.
Dos siglos después de la carta de Van Gogh, el tiempo sigue siendo algo relativo e íntimo que se puede medir a través del ojo, con los recuerdos a modo de álbum de fotos, o con cualquier otra unidad de medida: hasta hace poco no solía contar los años nuevos hasta que escuchaba los pitos del Silencio en la Madrugá, justo en el momento en el que Nazareno de San Antonio Abad cruzaba la puerta de la Catedral; hace poco, en la bienal de Flamenco, recordé un concierto de Rosalía en el Teatro Alameda con escaso público al que asistí, y que instintivamente coloqué el pasado septiembre, cuando en realidad no sucedió ni siquiera en 2023 sino en 2018, sextuplicando la medida de un año; y ya el desbarajuste final cuando veo el crecimiento acelerado de Clara y Julia, mis sobrinas, que han condensado 8 y 6 años en un parpadeo.
A mi tía le debo muchas cosas (todo, siendo exacto), y entre las cosas menores que suman ese todo está una frase lapidaria, universal, tan certera como la hipótesis de Van Gogh y las estrellas-coche: “el arte, qué cosa más abstracta”. No es suya sino de Rocío Jurado. Con la lucidez de las estrellas más grandes, que incluso muertas siguen emitiendo luz, la reacción de la Jurado después de visitar el MoMA nos regala una variante apócrifa que bien podría atribuirse a Schrödinger: “el tiempo, qué cosa más abstracta”.
Otra cantera de abstracciones, el CAAC de la Cartuja, acoge hasta el 10 de noviembre la exposición “In ictu oculi” –título más que oportuno– de Ignasi Aballí. Recomiendo con entusiasmo su visita tanto como la lectura de Antonio G. Maldonado, ambas con retraso, ya que una se inauguró en junio y el otro se publicó en abril, pero a tiempo de que no les ocurra como a Van Gogh, al que la fama llegó cuando ya había emprendido el viaje hacia alguna estrella, aunque la luz contenida en sus partículas de óleo nos siga iluminando como los astros ya apagados.