El asesinato imposible de Julia Wallace: la serie que tendría que hacer Netflix
En la Jungla. Una llamada misteriosa, un marido perdido por las calles de Liverpool y una casa cerrada por dentro son los elementos de un asesinato que nunca se ha resuelto.
22 marzo, 2019 03:06Noticias relacionadas
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La tarde del 19 de enero de 1931 el teléfono sonó en el Club Central de Ajedrez de Liverpool. R.M. Qualtrough preguntó por uno de sus miembros que tenía programada una partida: James Herbert Wallace, un vendendor de seguros de 52 años, con problemas renales que trabajaba para Prudential Insurance. Quería discutir la posibilidad de contratar una póliza y, como no estaba, le dejó un mensaje citándole a las 7.30 del día siguiente en el 25 de Manlove Gardens Este. 25 minutos después, James apareció en el club y recogió el mensaje.
Al día siguiente se subió al tranvía y preguntó al conductor en repetidas ocasiones por la dirección. Sin embargo, Manlove Gardens Este no existía. Existía Manlove Gardens Norte, Oeste y Sur, pero no Este. Preguntó por la dirección también a varios peatones y a un policía a quien detalló toda la aventura, incluida la peculiar llamada de Qualtrough.
Con la hora de la cita ya pasada y sin rastro de la dirección tras 45 minutos de búsqueda, volvió a su casa. Alrededor de las 20.45 sus vecinos, John y Florence Johnson, se lo encontraron frente a su hogar, nervioso y enfadado. Al parecer, tanto la puerta principal como la trasera estaban atrancadas. Les preguntó si habían notado algo extraño. Junto a ellos se dirigió a la puerta trasera, que esta vez se abrió con normalidad. Los Johnson esperaron fuera mientras Wallace entraba y buscaba con cuidado por su casa. Entonces salió y dijo con extraña calma: "Entrad, la han matado".
"Han acabado con ella, mirad su cerebro"
Los vecinos comprobaron con horror cómo el cuerpo de la mujer yacía frente a la chimenea de gas, violentamente apalizada hasta morir. "Han acabado con ella, mirad su cerebro", murmuró un pálido Wallace.
El marido apuntó entonces que el cajón en el que guardaba el dinero de los seguros estaba abierto y faltaban las cuatro libras que tenía allí. Nada más parecía faltar de la casa, ni siquiera el bolso de Julia, que estaba sobre la mesa de la cocina. John Johnson entonces pidió a su mujer y a Wallace que esperasen allí mientras él iba a llamar a la policía y a un médico -un gesto simbólico visto el estado de Julia-.
La policía tardó cerca de 25 minutos en llegar. El estado del cuerpo policial de la ciudad era bastante lamentable desde que una huelga en 1919 acabase con el despido de la mitad de sus efectivos. Recurrieron al rigor mortis para calcular la hora de la muerte de Julia, un método que incluso en aquel momento ya estaba anticuado. Situaron la hora de la muerte sobre las 8 de la tarde. También encontraron un impermeable medio quemado por el fuego de la chimenea.
Acusado sin pruebas
El escenario era digno de una novela: una llamada de un desconocido, un marido perdido por las calles de Liverpool y un cadáver en una casa cerrada por dentro. Hubo varios sospechosos: Richard Parry -un joven de 22 años que había perdido su trabajo cuando Wallace le denunció por manipular las cuentas, quien conocía a Julia y sabía dónde se guardaba el dinero- y Joseph Madsen, a quien Julia había estado pagando a cambio de sexo, algo que él quería mantener en secreto porque estaba a punto de casarse con la hija de una familia adinerada-.
Sin embargo, la policía centró su investigación sobre Wallace cuando lograron localizar de dónde venía la misteriosa llamada de R.M. Qualtrough: una cabina a apenas 400 metros de la casa de los Wallace, justo al lado de la parada en el que Wallace debía coger el tranvía de camino al club de ajedrez. Además, Wallace nunca había recibido este tipo de llamadas en el club. Es verdad que cualquiera podía haber visto que esa tarde tenía una partida, pero también que no se había presentado a muchos otras que tenía programadas. De hecho, ese mes únicamente había asistido una vez: la noche de la llamada y la única persona que podía saber con seguridad que estaría allí era él mismo. Eso sí, la persona que respondió estaba bastante seguro que quien llamaba no era Wallace.
El matrimonio fue descrito por quienes les conocían como extraño y sin aprecio. La tesis del robo también parecía poco probable. No había evidencias de que se hubieran forzado la puerta y un ladrón no se hubiera molestado en cerrarla con llave al salir. Además, no faltaba nada más y el valor de lo robado -4 libras de 1919 equivaldrían a unos 240€ actuales- no parecía motivo suficiente para no llevarse nada más.
El gran problema que se encontraba la policía era tratar de encajar la línea temporal. Para demostrarlo, un agente joven simuló las acciones del asesinato y corrió hasta la parada, lográndolo a tiempo. Sin embargo, es evidente que su estado físico no era el mismo que el de un enfermizo Wallace de 52 años. La policía cambió su estimación sobre la hora de la muerte de las 8 de la tarde a las 6.30 sin aportar grandes pruebas de ello, y contradiciendo a testigos que la habían visto por la calle entre las 6.30 y las 6.45. Otro problema era la declaración de un repartidor de leche, que aseguraba haber hablado con la mujer unos minutos antes de que Wallace tuviera que salir de casa para coger el tranvía.
Condena a muerte, exoneración, muerte y misterio
La violencia del asesinato implicaba que el autor se habría empapado de la sangre de la víctima, pero el traje que llevaba Wallace ese día no mostró ningún rastro a pesar de ser concienzudamente analizado. La policía expuso una bizarra teoría: Wallace la había matado desnudo y llevando únicamente el abrigo que encontraron debajo de la víctima.
Wallace fue acusado. El juicio duró apenas cuatro días y no se aportó ninguna prueba definitiva, a pesar de lo cual el jurado le declaró culpable, posiblemente por su aspecto y comportamiento sombrío. La sentencia era pena de muerte en la horca. Sin embargo, la Corte de Apelación Criminal, en un acto sin precedentes, revocó el veredicto dado que "no estaba apoyado por las evidencias", dejando a Wallace libre.
Sin embargo, abrumado por la presión social, Wallace tuvo que marcharse de Liverpool. Moriría dos años después en Clatterbridge a causa de una uremia que sufrió como complicación de sus problemas renales. Nadie más fue acusado del asesinato.
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