Un vecino, a las ocho, aplaude a los sanitarios.

Un vecino, a las ocho, aplaude a los sanitarios.

La tribuna

Las ocho

El aplauso, como una alegoría de la vida, no dura para siempre, pero ayuda a sanar en este lunes eterno de guerra contra lo invisible. 

21 marzo, 2020 20:35

En este lunes eterno de guerra sin tanques, en este matar a cañonazos lo invisible, en este cundir de horas en suspenso… Pasan los días, maldicen los abrazos y se esconden los besos. Nada es igual desde aquel despertar, desde aquel nueve de marzo, desde que aquel ayer se fuese sin remite, desde que el pasado cumpliera con su amenaza: no volver si lo menospreciábamos por repetitivo, aburrido e infértil. La rutina caducó como los amores que se gastan, como los escondites de la infancia, como los cromos al llegar septiembre. Ahora, sólo nos queda el aplauso de las ocho. El antes es un periplo hacia el balcón; el después, una plegaria con un termómetro en máximos de cotización.

Éramos felices y no lo sabíamos, escribía esta semana Íñigo Domínguez en El País. Ya no lo somos. O no del todo. Hacemos la cama sin que nos atropellen las prisas, desayunamos contando galletas –no vaya a ser que se acaben–, estrechamos la mañana sin que el sobaco del vecino nos constriña en el Metro y encendemos el ordenador sin cacarear cotilleos de oficina. El parte de guerra lo escuchamos –qué remedio– antes de comer. A las 11:30, o quizás a las 12:00, Fernando Simón, jersey de cremallera a medio abrochar y cuello alto, sonrisa postiza y promesa sin rumbo, ofrece el recuento. Nos hunde.

El reloj es incapaz de darnos medicina. Trabajamos –y menos mal– como autómatas entre malas noticias, fustigando el ánimo entre aperturas de periódicos online y totales televisivos. Sospechamos, cómo no, del vecino que baja a por pan, del perro que pretende ser libre, del niño que no comprende nada. Sólo a mediodía, a la hora de comer, buscamos algo a lo que agarrarnos. Preguntamos a padres, hermanos, primos, amigos… Sólo buscamos dos palabras: “Estoy bien”. Con eso basta para capear la tarde, para arropar la esperanza hasta el baile.

El día es un tránsito de anhelos hacia las ocho. Nos queda el consuelo de que el vecino de abajo, el único con patio, el de las fiestas a deshoras, dona sus altavoces por el bien de la comunidad. Su estruendo, estos días, es el de todos. Resistiré es sólo el prolegómeno de una fiesta que no permite bailar pegados. Sólo la voz de un barítono, al fondo, enciende el ánimo. Entona “Madrid, Madrid”; parte en aplausos, más sostenidos, el agradecimiento de un barrio, de una ciudad, de un país. Lo merecen los sanitarios, los cajeros y los transportistas; los farmacéuticos, los trabajadores sin salvoconducto y, por qué no, los periodistas. Ellos nos ofrecen una luz que, con el rugir de las persianas, se apaga. El aplauso de las ocho, como una alegoría de la vida, no dura para siempre. Cerradas las ventanas, se acabó.

Después, sólo queda rezar, con creencia o sin ella, con deidad o ateismo. La cama, fría, sólo esconde pesadillas. El lunes eterno de guerra nunca acaba. Uno más; uno menos – aunque nadie sabe para qué. El refugio de los sueños, desde aquel nueve de marzo, no conduce mas que a lo desconocido. Las sábanas no ofrecen consuelo; dormir, tampoco. Sólo el aplauso de las ocho, cada día, nos permite –parafraseando a Luis García Montero– convertir las puertas cerradas en una obligación de futuro. Debemos –y necesitamos– hacerlo. Que pasen las horas, que claudiquen y se rindan; que los aplausos duren 24 horas, que el balcón –por fin– sean nuestras calles.

Eduardo López, productor de hortalizas y secretario de COAG en Andalucía.

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