El pasado mes de mayo llegó a España desde México el eco de un cuerpo quebrado. En Ciudad de Lerdo un toro había lanzado a El Pana a las alturas derramando todo el peso del mito sobre las cervicales de un señor de 64 años, aventando el hombre del torero. Ocurrió en la circunvalación de la gloria. “Me gustaría morir como Manolete”, dijo en alguna ocasión El Pana. No hubo sangre ni épica para él: sólo un golpe de bruces que lo dejó tendido para siempre, muerto a medias, postrado en el infierno de la tetraplejia. Esa fue la última vez que se le vio de pie a El Pana, un torero hecho en los sótanos de la profesión, a contracorriente y en la contradicción.
Este jueves, El Pana murió a consecuencia de las graves lesiones tras 32 días ingresado en el hospital civil de Guadalajara. El torero sufrió un paro cardíaco a causa de la medicación y no pudo ser reanimado.
Sin antecedentes taurinos, ni afición en el entorno, utilizó el toreo para salir de la miseria en la que vivía su familia. Trabajando como panadero le ofrecieron formar parte de una cuadrilla de niños y no se lo pensó. Fue su perdición. “Mi día más grande y triste fue aquel en el que quise ser torero. Maldigo ese día”, le dijo a Quintero.
El diminutivo de El Pana le cayó mientras esquivaba las balas de los ganaderos y se forjaba en las capeas más amargas. Tomó la alternativa en México en el 79, se perdió en el laberinto del alcohol, vivió del cariño de alquiler y dejó un trincherazo como escultura de su tauromaquia en su despedida en La Mexico convertido ya en El brujo de Apizaco. Aún resuena su brindis a las putas, una letanía de sinónimos, un rezo de agradecimiento como homenaje por todo lo recibido. “Me dieron protección y abrigo en sus pechos y sus muslos”. La primera vez que pisó la cárcel fue después llamar cabrón a Jacques Chirac. Luego pagaría mucha sombra por saltar de espontáneo.
En realidad resucitó aquella tarde en la Monumental, su actuación le valió una llamada personal del presidente de México, y continuó abriendo al toreo su manera añeja de estar en la plaza, bohemia y antigua. Desempolvó suertes e inventó las propias en un viaje en el que coleccionó simas, horadando puntualmente su biografía con triunfos.
El último romántico llegó a España de la mano de Morante de la Puebla para cumplir su sueño de confirmar alternativa en Las Ventas. Antes recorrió alguna plaza de la península y salvó los compromisos con más fortuna que oficio. Le llovieron las críticas pero no le importó. Intentó por todos los medios vestirse de torero en Madrid pero al final el epílogo a su carrera llegó en las antípodas de la primera plaza del mundo, precipitado por un funo sin trapío en un arreón a la carrera. ‘Pan francés’ lo bajó al mundo y lo enterró vivo.
Tras el golpe fue trasladado al hospital donde los médicos confirmaron la inmovilidad permanente después de varios días de pruebas. Sufrió otra voltereta de su primer toro de la que se repuso a duras penas, perdiendo la consciencia, saliendo unos minutos de su frágil cuerpo antes de quedar atrapado en él para los restos. A partir de entonces sólo podría hablar. Un consuelo insuficiente para el torero que tuvo en la lengua su mejor muleta.