Hace unos días se conmemoraba el día de la salud mental, uno de esos días temáticos que, poco a poco, nos van haciendo tomar conciencia de cosas a las que no les dábamos importancia o a las que dábamos, al menos, mucha menos de la que merecen.
Las personas con enfermedades mentales hasta hace no mucho habían sido objeto de estigmatización, discriminación e incluso burla. No hay más que pensar en el lenguaje que empleamos a diario para comprobarlo.
En efecto, cuando llamamos a alguien "loca" se hace con un tinte de desprecio terrible. Algo que ha pasado al lenguaje común simplemente como un insulto, como en su día pasaron a serlo términos de origen psiquiátrico, como "idiota" o "imbécil".
Pero hay más. Llamar a una mujer "loca", por sí solo o acompañado de otro epíteto no menos ofensivo, tiene un innegable significado de desprecio y humillación.
Sin embargo, cuando se habla de "loco", en masculino, muchas veces se hacer referencia a genialidades o excentricidades que, lejos de ser negativas, llegan a ser, incluso, objeto de admiración. Recordemos, sin ir más lejos, que la película sobre la vida de Van Gogh se llamó en España El loco del pelo rojo.
No es el único caso en que masculino y femenino de una misma palabra tienen distintos matices, siempre peores para las mujeres.
El brujo hace magia y tiene una imagen atractiva mientras que la bruja –excepción hecha de la Samantha de Embrujada y alguna más- se representa como una vieja con verrugas y nariz de gancho, a lo que hay que añadir su significado metafórico de mujer fea, malvada y manipuladora.
"Fulano" hace referencia a cualquier persona, mientras que "Fulana" alude, sin duda
alguna, a una prostituta. "Gobernante" evoca a la persona que tiene mando en algún lugar o institución, mientras que "gobernanta" es el ama de llaves.
Y un hombre público es una persona con una labor conocida y reconocida mientras que una "mujer pública" alude, una vez más, a una mujer que ejerce la prostitución.
Por su parte, el mundo animal también nos ofrece claros ejemplos de lo que comento. Se llama "zorro", en sentido figurado, al hombre listo y avispado, mientras que se llama "zorra" a una mujer –y vuelta la burra al trigo- promiscua o a la que se tacha de tal.
Una "lagarta" –que no un lagarto- es una mujer ambiciosa y manipuladora, y "gallina" se aplica a quien es cobarde mientras que “gallo” se reserva para los tipos con dotes de liderazgo y que llaman la atención.
Por si no había suficiente, incluso para ofender a hombres se acaba
insultando a las mujeres que forman parte de su vida. Por eso se usa como insulto el tan manido "hijo de puta", aunque la madre de la criatura nada tenga que ver en las maldades de su retoño.
Igualmente se utiliza como ofensa "cabrón", con una velada –o no tan velada- referencia a la supuesta infidelidad de la esposa. Y así siempre.
No olvidemos que para ofender a un hombre basta con llamarle "nenaza", que, al parecer, ser una nena es lo pero que hay, excepción hecha de ser "maricón", otro insulto que deberíamos desterrar de nuestro vocabulario.
¿Y qué decir de la contraposición entre algo que es un "coñazo", por pesado e insoportable, frente a algo que es "cojonudo", que es magnífico y poco menos que insuperable? Tan ilustrativo como lamentable.
Recordemos que, no hace tanto, las "solteronas" eran dignas de lástima, porque no se habían podido casar, mientras que los "solterones" eran dignos de admiración porque no se habían querido casar. Y aun queda bastante de esa mentalidad, lo admitamos o no.
Y es que, cuando pienso en estas cosas, siempre me acuerdo de Boabdil, al que le dijeron, como la mayor de las ofensas, que llorara como una mujer lo que no había sabido defender como hombre. Una frase que, por cierto, sigue repitiéndose en muchos libros de texto sin que se advierta del tratado de machismo que resume una sola frase.
En definitiva, la lengua no sé si es inocente, pero las personas que la usan no lo son en absoluto. Por eso hay que ir con cuidado cuando empleamos determinadas expresiones.
Porque para ser cada vez más iguales hay que empezar por fijarnos en lo que decimos. Y en lo que no decimos, por supuesto.