Hace apenas unas pocas semanas, veíamos con estupefacción como todos los informativos dedicaban gran parte de su espacio a las monjas "rebeldes" de un convento de clarisas de Burgos, de Belorado y Orduña, para ser exacta.
Confieso -nunca mejor dicho- que cuando vi el avance de la noticia, me asomé a la pantalla con una mezcla de expectación e ilusión contenida. Esperaba una revolución en las siempre cerradas estructuras de la Iglesia, aunque tenía en secreto anhelo de ver una especie de remake de Sister Act a la española. Pero mi gozo en un pozo.
La rebelión, en realidad, era todo lo contrario, porque, lejos de buscar la modernización de algún aspecto de la Iglesia, lo que las religiosas en cuestión postulaban era la vuelta a los tiempos viejunos de las misas en latín, siguiendo a un siniestro personaje llamado Pablo de Rojas, un exobispo expulsado de la Iglesia por sus ideas contrarias al dogma.
Para acabar de rizar el rizo, quien se erigía como representante era un exbarman que en su día presidió una asociación de tal gremio, y que se había ordenado sacerdote de esa tendencia eclesiástica, por no llamarla directamente secta.
La verdad es que los personajes daban para mucho, todo ello con los vídeos publicados en redes por las propias monjas en que decían estar divinamente -¿cómo no?- y hasta parecían encantadas de la vida de cobrar un protagonismo que así, a priori, parece chocar frontalmente con el que había venido siendo su oficio, el de monjas de clausura.
Teniendo en cuenta que lo más social que habían hecho era vender unas mantecadas a quien se acercara al convento al reclamo de su dulce aroma, lo de ahora les habría dejado -y, de nuevo, nunca mejor dicho- de pasta de boniato.
Pero ninguna noticia es eterna, y esta debería serlo menos que ninguna, más allá de la extravagancia del hecho y sus protagonistas, y de los supuestos oscuros intereses inmobiliarios que, según algunas informaciones, subyacen en todo este lío.
No olvidemos que, aunque estamos en un país de tradición católica, cada vez son menos las personas que se reconocen católicas, teniendo en cuenta que, además, estamos en un estado aconfesional, según nuestra Constitución. Así que era normal que las monjitas rebeldes fueran flor de un día.
Además, en esta época de inmediatez informativa en que cada día pasan veinte cosas nuevas al margen de las que constantemente están pasando, como las guerras de Ucrania o Gaza, ya casi nadie se acuerda de ellas. Y, menos aún, inmersos en la enésima campaña electoral, que suma crispación extra a la constante crispación en que vivimos.
En cualquier caso, hay que reconocer que las monjas rebeldes tuvieron su minuto de gloria. Y ya está. Ahora casi nadie se acuerda de ellas y en poco tiempo todo el mundo las habrá olvidado. Como olvidamos tantas y tantas cosas que en un momento dado parecían importantísimas. Incluso algunas que, efectivamente, lo eran.
¿O acaso no pasamos todo un verano con constantes noticias sobre refugiados con la escalofriante imagen del cadáver en la playa del niño Aylan de telón de fondo? Hoy apenas lo recordamos, aunque el drama lo sigan viviendo cada día. Y es que, simplemente, dejaron de ser noticia.
Y si algo tan tremendo deja de ser noticia, ¿cómo no va a pasar con una historia surrealista como esta? No es sino la viva imagen de la motorización informativa en la que vivimos.
A mí, en realidad, no me importa demasiado cómo acabe esta historia de hábitos y sotanas, pero sí me importan otras que siguen pasando y que me da miedo que se nos olviden. Y que acaben terminando -de nuevo, nunca mejor dicho- como el rosario de la aurora.