Hace muchos, muchos años, cuando mi mente y mis hormonas andaban a horcajadas entre la infancia y adolescencia, me pasó algo que nunca había contado hasta ahora. Quien atendía -ignoro si era el dueño o un empleado- una tienda de comestibles cercana a mi casa tenía una actitud conmigo que no me gustaba nada.

Cuando iba a comprar por encargo de mi madre, se me acercaba demasiado, ponía sus manos en mis hombros más rato de lo normal, y me tomaba por la cintura con cualquier excusa.

No recuerdo su cara, ni sus manos. Ni siquiera recuerdo si era rubio o moreno, alto o bajo, gordo o flaco, pero lo que sigo recordando como si fuera ahora es la sensación de asco que me sacudió hasta causarme náuseas y que todavía me las produce cuando me acuerdo de la niña que fui. Eso, y su aliento al lado de mi cara asustada.

No lo conté entonces porque me daba vergüenza, como si quien hubiera hecho algo malo fuera yo y no él. Incluso aguanté estoicamente la bronca de mi madre por negarme a volver a aquella tienda, o porque tardaba más en volver al ir a otra a mayor distancia. Y aquello, que parece tan lejano en el tiempo como en las mentalidades, en realidad no lo es tanto.

Todavía hoy seguimos viendo a diario que las víctimas de delitos sexuales, junto a las de violencia de género, son las únicas que hablan en voz baja de lo que les ha sucedido -y eso, si lo cuentan-, que tienen miedo a no ser creídas y hasta a ser señaladas. No tenemos más que recordar muchas de las cosas que ocurrieron con la víctima de la manada de San Fermín para confirmarlo. 

Y es que, hasta hace nada, las mujeres aguantábamos cosas que no teníamos por qué aguantar. Sobeteos en el transporte público, manos que se posan en el muslo, o que bajan más allá de los hombros sin motivo aparente, tipos que se acercan hasta invadir tu espacio, y ese aliento tan próximo que causaba esas náuseas de las que hablaba al principio de estas líneas.

Seguro que las mujeres que me lean saben a qué me refiero. Y lo habrán sufrido del vecino, del viajero del autobús, de un jefe, un compañero o del tendero de la esquina, como me pasó a mí. Y seguro también que, si trataron de contar lo sucedido a alguien, las cuestionaron, o las llamaron "exageradas" o directamente "amargadas".

Pero se acabó. Como cantó hace demasiado tiempo María Jiménez en un tema que se ha utilizado -y muy bien- como banda sonora de un cambio tan visible como importante. Un cambio que sacó a la luz, de manera involuntaria, una Jenni Hermoso que se ha convertido en símbolo del empoderamiento femenino.

Ya no sé puede besar a nadie en contra de su voluntad. Da igual que lo haga el presidente de la federación española ante las pantallas del mundo entero, o un policía en la aparente soledad de un calabozo. Y, del mismo modo que no se puede besar, no se puede manosear, ni tocar, ni obligar a ninguna mujer a hacer nada en contra de su voluntad.

También se acabó lo de llamarnos "exageradas", "amargadas" o "mentirosas", aunque aún queden algunas resistencias a creernos. Y se acabó, sobre todo, el hecho de reírles las gracias a quienes cometen estos actos, el hecho de minimizar, de frivolizar y de quitar importancia a lo que sí que la tiene, y mucha.

Ya no hay sobones, hay delincuentes. Ni viejos verdes, ni tipos salidos que ejerzan de tales impunemente. Ya no hay que hablar bajito, sino que hay que gritarlo a los cuatro vientos. Se acabó la era del pulpo. Espero que para siempre.