Cine quinqui, el ‘Fast and Furious’ de la Transición
'Perros callejeros' o 'El pico' son objeto de estudio en la Universidad, con ensayos sobre la dimensión política y social del país
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Patada en el cristal y puente. Un Seat 124 blanco y tres chavales de 16 años. Las revoluciones las marcaba el salpicadero. Tiros, atracos y persecuciones a toda velocidad por calles y caminos. Del porro al caballo, del paro al palo. De la arquitectura-enjambre de protección oficial a los billares y las máquinas de marcianitos. Los Chunguitos, los Chichos y Bordón 4 a juego con las chaquetillas tejanas con pitillo y bambas. El Torete, el Fitipaldi, el Vaquilla, el Trompeta, el Pijo, el Jaro, el Pirri, todos fuera de la ley, ninguno lejos de las pantallas de cine.
El Fast and Furious del extrarradio cañí lo petó en las taquillas durante diez años, entre 1976 y 1987: Los placeres ocultos (1976), Perros callejeros (1977), Deprisa, deprisa (1981), Colegas (1982), El pico (1983), La estanquera de Vallecas (1987). “¿Qué pasa, que tú no estás en la vida o qué?”. “Yo estoy donde me han dejao”, diálogo con reflujo existencialista en Navajeros (1980) inaceptable en las producciones de Vin Diesel.
El cine quinqui desempeña un papel importante en los años del desencanto, entre el héroe y el villano
“El Pacorro, 14 años, muerto al ser sorprendido robando un coche. El Nocillo, trece años, muerto en una fuga con coche robado. Pepe el Majara, 15 años, muerto al asaltar un parking”. El arranque de Perros callejeros, de José Antonio de la Loma, es un canto al testimonio político de un momento social delicado debido al incremento de población acelerado y desmesurado de las grandes ciudades, al paro disparatado y a la opulencia y el exhibicionismo de las clases más favorecidas. El cine quinqui desempeña un papel importante en los años del desencanto, entre el héroe y el villano.
“El cine quinqui funciona no solo como chivo expiatorio, sino también como remedio y como veneno, es decir, como una cosa y su contrario: como figura admirada y rechazada, fuente de compasión y de repugna, víctima y victimario, motivo de división social y conflicto pero también motivo de cohesión social, gracias al sentimiento compartido que genera su sacrificio final”, escribe Steven L. Torres, profesor de la Universidad de Nebraska (Omaha), sobre las contradicciones del relato de estas producciones cinematográficas en plena construcción del estado neoliberal español.
¿Bienestar? ¿Progreso?
Este extracto es parte de uno de los 11 ensayos que se incluyen en el libro Fuera de la ley. Asedios al fenómeno quinqui en la Transición española (Editorial Comares), primer acercamiento político al fenómeno cinematográfico que retrató la cara menos “movida” y glamurosa de unos años de perros. Los quinquis, se avisa, eran jóvenes pobres del extrarradio, sin empleo, sin horizontes, erigidos durante la transformación urbana y “crecidos entre paisajes urbanos depauperados y castigados por la represión policial”. Ni rastro del bienestar y del progreso democrático. Sólo marginación y violencia.
Es la visión cruda que contrasta con el lado de la fiesta, de la fachada de modernidad, diseño y consumo de la nueva España. “El quinqui era una realidad incómoda que tendría que desaparecer con la europeización de España y el ocaso de su aventura juvenil”. Sin embargo, cine, libros y música se asociaron a este movimiento mostrando las grietas de la democracia recién estrenada, “tiñendo de colores indeseables todo lo que se había intentado aislar y controlar en los barrios periféricos de las grandes ciudades”. La Mina, San Blas, Vallecas, Las tres mil viviendas, Ortxarkoaga vieron emerger el producto delictivo juvenil, convertido “en el héroe al que hay que intentar reinsertar”.
El libro arroja miradas muy distintas sobre el archivo quinqui, con interpretaciones antagónicas de la misma película (La estanquera de Vallecas), capaces de arrojar luz sobre “importantes dinámicas sociales, políticas e históricas”. La cultura quinqui es el borrón por excelencia de la Transición.
Se acabó la fiesta
Como se asegura en la introducción, fueron sujetos que, claramente, “eran los excluidos de la fiesta del neoliberalismo que la transición a la democracia pretendía entronizar a través de los Pactos de la Moncloa y la cultura del consenso impuesta por las élites políticas y económicas que dirigieron el proceso del cambio”.
Con Perros Callejeros, en 1977, José Antonio de la Loma inicia la iconografía del fenómeno quinqui. El director encontró en los barrios periféricos de Barcelona el campo perfecto para recolectar el cultivo de la subcultura. “Estos personajes, a menudo interpretados por quinquis de la vida real, se convirtieron rápidamente en héroes de la moda juvenil”, explica Joaquín Florido Berrocal, profesor de la Southern Illinois University Edwardsville.
De la Loma y Eloy de la Iglesia son los directores más prolíficos del género, que se adelantaron a romper tabúes como la prostitución, cuyo mérito se apuntaría más tarde Pedro Almodóvar. Al otorgarle una gran visibilidad a los problemas de la pobreza urbana, al conflicto de clase, al sufrimiento humano, a la transgresión sexual y a la corrupción institucional, éste también evocaba compasión y admiración por los nuevos delincuentes juveniles.
El cadáver de “El Jaro” está tirado en el suelo, acribillado a balazos y heridas en la cabeza y en el rostro. El cadáver todavía está fresco en Navajeros. No es una anomalía marginal: es el reflejo de una película con menos colores de los que la marca España por entonces necesitaba. Un eco conflictivo que retumba en nuestros días, gracias a músicos como Jarfaiter y El Coleta, que cantan las miserias de un mundo que no rectifica las desigualdades.