Sharon Stone va a la guerra sucia en Agente X
La actriz encarna a una vicepresidenta de los Estados Unidos y se suma al apogeo de mujeres políticas en la ficción.
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"Hablamos de patriotismo, no de política. En tiempo de crisis, cogemos el hacha y juntos la enterramos en la espalda de nuestros auténticos enemigos". El autor de semejante declaración de principios no es un general loco en busca de jaleo bélico sino el presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Su destinataria es la vicepresidenta del país, una novata que a lo largo del capítulo piloto de Agente X –estrenada recientemente en España por TNT– es ilustrada sobre las peculiaridades de su cargo. Y el mensaje resume en gran medida el calado ético y estético de una serie que se incorpora a la nómina de obras televisivas protagonizadas por mujeres que poseen notables cuotas de poder político.
Sharon Stone pone cuerpo y voz a Natalie Maccabee, quien nada más entrar en su despacho descubre un laberinto de pasillos que desembocan en una sala clandestina. Allí reposa la edición original de la Constitución, que incluye una sección secreta que asigna a la vicepresidencia la disposición de un agente liberado de todo formalismo legal. Él funciona, claro está, como el brazo ejecutor que hunde el hacha en el cuerpo de los enemigos de la nación.
Durante buena parte del metraje la actriz muestra un nutrido catálogo de gestos toscos en cada inserto de su rostro. Ciertamente, tampoco es que disponga de margen para hacer gran cosa con Maccabee, un personaje sin aristas que no cuestiona el sentido ético de la prerrogativa que se le concede. La mandataria acepta de inmediato que John Case –el agente interpretado con desenfado por Jeff Hephner– reparta mandobles y balas entre los pérfidos villanos que secuestran a la hija de un gerifalte del FBI, quien termina el capítulo abrazando a la joven con la correspondiente combinación de cámara lenta ensalzadora y contraplano de la satisfecha vicepresidenta.
Luces y sombras de las series políticas
Agente X se presenta a sí misma como una serie de entretenimiento ligero y acción desatada sin más pretensiones. No obstante, y aunque a veces pueda no parecerlo, los relatos de ese porte vertebran una visión ideológica tan marcada como la de aquellos que destilan una ambición mayor. Aquí, por ejemplo, los autores dan por buena la contraposición entre "patriotismo" y "política", concretada en la defensa de una ley oculta que, zafada de las molestias que apareja la publicidad legislativa, protege a los buenos ciudadanos de los malos de turno. Rusos, en este caso.
La obra creada por William Blake Herron –uno de los guionistas de El caso Bourne– no resulta fácilmente clasificable en el vigoroso panorama de la ficción televisiva que se ha ocupado en los últimos años de argumentos de esta naturaleza. La política en las series de televisión: entre el cinismo y la utopía, libro editado por Anna Tous (Editorial UOC), lo tiene claro: a un lado está el idealismo extremo que, por ejemplo, porta Aaron Sorkin como estandarte en El ala oeste de la Casa Blanca; al otro se halla, un suponer, el hipnótico escepticismo de House of Cards. Y en territorio intermedio, los matices que se quieran.
Ninguna de las dos producciones citadas ejemplifica, sin embargo, el creciente protagonismo de las mujeres en este tipo de universos, sin duda una de sus singularidades. Tous, profesora de Periodismo en la Universidad Autónoma de Barcelona, cree que "no existe un tratamiento homogéneo del género femenino en las series políticas, si bien algunas tienen referentes reales más marcados que otras". Ese fue el caso de Political Animals y Parks and Recreation, más o menos inspiradas en las figuras de Hillary Clinton y Sarah Palin. Además, la académica sostiene que se ha pasado de una representación secundaria de las mujeres a una progresiva equiparación con los hombres gracias a producciones como Señora presidenta, The Good Wife y Madame Secretary, entre otras.
De la risa a Maquiavelo
El fenómeno de las series políticas con protagonistas femeninas y contemporáneas no es territorio exclusivo ni del drama ni de la televisión estadounidense. Selina Meyer, la vicepresidenta interpretada por Julia Louis-Dreyfus en Veep, es uno de los personajes cómicos más inspirados desde que irrumpió en la HBO hace tres años. El hecho de que sea una mujer tendente al desastre y con múltiples debilidades no empaña su fortaleza como líder del grupo de inadaptados egoístas que la rodean. Separada y desinhibida, Selina ha hecho en el fondo más por la humanización de unos gobernantes verosímiles en el terreno de la comedia que la mayor parte de sus homólogas dramáticas.
Un mérito similar le corresponde a Birgitte Nyborg Christensen, la Primera Ministra de Borgen. Emitida por la cadena pública DR1 y protagonizada por Sidse Babett Knudsen con inagotable gama de matices, la serie danesa convirtió sus tres temporadas en un referente inexcusable de la política-ficción. Al margen de su utilidad para explicar los mecanismos del poder en escenarios parlamentarios definidos por la fragmentación de partidos, el drama destaca especialmente por su habilidad para describir el viaje de una candidata con ideales de gran pureza a estadista pragmática.
Birgitte coquetea claramente con Maquiavelo, querencia que le acaba generando unos dilemas altamente atractivos para el desarrollo de sus dramas. Natalie Maccabee, sin embargo, ignora en el piloto de Agente X que la consecución de todo fin debería pasar por la encrucijada moral de la reflexión sobre los medios empleados. Como resultado queda otro producto hollywoodiense que se alimenta de la simpleza intelectual y artística para alimentar el sueño colectivo de que no hay problema de seguridad que no solucione una buena ráfaga de tiros. Que el amparo de esa violencia recaiga sobre una mujer es, para qué negarlo, lo de menos en esta ocasión.