Una imagen de la película.

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La poesía barata de la juventud

Lo mejor de la película de Paolo Sorrentino es el duelo interpretativo entre Michael Caine y Harvey Keitel.

Desirée de Fez
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En La juventud, un personaje sueña un videoclip. Tal cual. Su sueño tiene la forma del videoclip de una estrella del pop. Así es Paolo Sorrentino, experto en convertir lo que se le antoja en imágenes epatantes y disponerlas con ritmo y musicalidad. ¿Eso está mal? Pues no tiene por qué. Está mal cuando, sin ser esa la intención, esas imágenes son simples adornos, o cuando traicionan el relato o no están a su altura. Es justo lo que pasa en La juventud y no tiene nada que ver con si comulgas o no con la estética del autor. No conecto mucho con el estilo de Sorrentino. Por bien rodadas que estén sus películas, no me impresiona su tendencia a sofisticar la decadencia y a embellecer lo decrépito. Pero es innegable que, en películas como Il divo (2008) y La gran belleza (2013), las derivas visuales más artificiosas y extremas están al servicio de las historias y, sobre todo, de sus protagonistas. Aquí no. Aquí la poesía visual de Sorrentino, cineasta algo sobrevalorado, es más barata que nunca.

El autor de Un lugar donde quedarse (2011) cuenta la historia de dos amigos octogenarios, un compositor retirado (Michael Caine) y un cineasta (Harvey Keitel) que trabaja en la película llamada a ser su testamento fílmico, que pasan el verano en un lujoso hotel balneario de los Alpes Suizos. Estructura la película a modo de viñetas y las encadena y cuartea con los comentados interludios simbólicos, casi todos relacionados con los recuerdos y las fantasías del dúo protagonista. Es ahí donde la película se desmorona. Se derrumba por la poca gracia de esas fugas, que van de la metáfora más evidente a la ensoñación menos misteriosa. Es curioso que alguien que cuida tanto la puesta en escena y el ritmo de sus alucinaciones se cuestione tan poco si éstas tienen sentido. Esperemos que no se le hayan subido a la cabeza los cumplidos sobre su estilo… y que no vuelva a demostrar que tiene un exceso de confianza en las cosas que le definen y le han servido otras veces.

Es una pena que las ilusiones ópticas que pespuntean el relato no estén a la altura de la interpretación de la pareja protagonista y de una parte importante del texto. La escena alucinatoria en la que el personaje de Keitel se reencuentra con las actrices/mujeres de su vida es terrible, y la fantasía del compositor dirigiendo los sonidos de la naturaleza es para esconderse. Pero, cuando Sorrentino se deja de alardes y la película se calma, La juventud alcanza cosas interesantes y muy bellas. El director, también guionista, acierta en su idea de convertir un espacio físico, ese hotel para sibaritas, en un lugar en el que se solapan y confunden pasado, presente y futuro. Y, aun sin ser demasiado original dibujándolos, explica con elocuencia y emoción al dúo protagonista y su relación con la vida, algo que saben que se les escapa de las manos. Es un poquito zafio mostrando la atracción de los viejos amigos por la belleza femenina, pero acierta en su reflexión, a través del diálogo entre el músico y el cineasta, sobre el paso del tiempo, la entrega a una profesión, la vinculación a la familia, las secuelas sentimentales, el sentido de la amistad y el miedo a la muerte. Obviamente todo eso gana en matices con la extraordinaria interpretación de los actores, medidos y cómplices de sus personajes. Keitel está muy bien. Lo de Caine, directamente, es sobrenatural.