El ego de Albert Serra deslumbra al Rey Sol
El director español ha presentado en la Sección ficial fuera de concurso 'La muerte de Luis XIV', su película más accesible y una de las mejor recibidas en el certamen francés.
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Luis XIV no se levanta. No puede, tiene la ciática. O eso dice uno de sus validos, que le recomienda darse ungüentos y bañarse en leche de mono para recuperarse. Pero este hombre decrépito, esta suerte de icono del absolutismo en las últimas, tiene la gota. Se pudre por la pierna. Esa es la agonía que sufrió el rey de Francia desde el 9 de agosto de 1715 hasta el 1 de septiembre, el breve arco temporal que traslada a la imagen la última letanía del punto más elevado de la historia de la monarquía. De la certificación de defunción de ese modo de gobierno para el que Albert Serra se ha basado en dos trabajos, en las memorias de duque de Saint-Simon y en las del marqués de Dangeau, dos de los nobles que protagonizan esta película.
Albert Serra, una de las sensaciones del nuevo cine de autor y experimental (el director ha hecho instalaciones en el Tate, en la Bienal de Venecia y recientemente en La Virreina), ha dejado el catalán pero no los mitos. Primero utilizó a Cervantes (al Quijote en Honor de cavalleria), después a los Reyes Magos (El cant dels Ocells, adaptando una popular canción de Pau Casals que se utiliza de forma homílica para homenajear institucionalmente a los muertos) y más adelante a Casanova, a quien a partir de sus memorias convirtió en un Drácula en Historia de la Meva Mort, alzándose gracias a ella con el Leopardo de Oro en Locarno.
Ahora, en su primer largometraje rodado fuera de Cataluña, toca una de las figuras más interesantes de la historia de la tiranía Europea, el Rey Sol y su lánguida muerte, su Palacio de Versalles (reducido a dormitorio, reducido a cama) y los patéticos cortesanos que le rodean, empacadas criaturas dieciochescas que, de manera casi cómica, sólo saben adular hasta el paroxismo a un saco de grasa y enfermedad. ¿El Rey de Francia? Sí, también, queriendo o sin querer, a otro de los reyes de la Nouvelle Vague. Jean-Pierre Léaud, el Antoine Doinel de las películas de François Truffaut, es el que porta la capa, el cetro y la gigante peluca. La mort de Louis XIV son un montón de viejos comportándose de forma servil ante el cadáver de una figura de la historia de Europa... ¿y también del cine?.
Imposible saber si esa es la metáfora buscada. Las películas de este director siempre están al borde del troleo. También sus charlas públicas, donde ha llegado a decir que es el único director importante del cine español. Los programadores de Cannes también le han gastado a él una pequeña broma: mientras Almodóvar se paseaba por la alfombra roja y se alza con fuertes apuestas a Palma de Oro, La mort de Louis XIV tiene que conformarse con pasarse fuera de competición, que dada la grandeza de su película le tendría que saber a nada.
También la crítica se ha quejado de este gesto de los organizadores, que por algún motivo no han incluido en su anquilosada Sección Oficial una de las películas más estimulantes y arriesgadas de la última hornada cannoise. La luz de Caravaggio, el tenebrismo, está en todos los encuadres (loas también para Jonathan Ricquebourg, su director de arte) de esta representación de la corrupción moral del XVIII que, si nos fiamos de lo que dice Serra, se realizó con varios actores amateurs y trabajando de manera improvisada en el set, para dejar que la energía de las situaciones fluyesen de manera natural. Es difícil de creer, dados los resultados, con una potente exhibición del tempo narrativo como algo propio, con esa capacidad para hacer una performance continua sobre el cuerpo de Luis XIV.
Porque de eso va esta recreación histórica, de demostrarnos que ese hombre, lo que representaba, estaba por encima de todo. El creador afirma que no ha querido dramatizar o edulcorar los acontecimientos que con tanto rigor recogió el séquito del Rey Grande. El espectáculo en sí es el propio cuerpo del monarca, el cómo esa masa absolutamente incapacitada, más bebé que adulto, va dialogando con los demás. Un temblor de mejilla, la interpretación de su repudia ante un vaso de vino. Una palabra, la orden de renuncia a su importantísima reunión con los Ministros. Sus movimientos cada vez serán más limitados, y el gesto más efusivo que hará durante toda la película esta criatura permanentemente postrada (hasta el punto de poner de los nervios a los espectadores) será alzar un sombrero y alzarlo solamente, ya que son los criados los que se lo quitan y se lo ponen. La corte estallará en júbilo y en comentarios apasionados cuando Luis demuestre ser capaz de llevarse a la boca una galletita. Por lo exhaustivo, tal vez una de las actuaciones más difíciles en la vida de Jean-Pierre Léaud.
La muerte de Luis XIV no es exactamente cine comercial, pero sí es la película más accesible y brillante de este peculiar cineasta. Una lección de anatomía (como la de Rembrandt) tan bien insertada en el contexto en el que tiene lugar la acción como en el momento actual del cine, que aplaude con fuerza en la cartelera lo que con el tiempo se revelarán como gestos fílmicos enanos. Otra analogía irresistible es la de pensar que el director no quería solamente dibujar los hechos alrededor de la muerte del absolutismo, sino representar el propio poder que a su alrededor despliega él mismo sobre sus acólitos. Albert Serra se proyecta en la muerte de Luis XIV, en la película y en el personaje. Su egolatría es enorme, pero es que su poder de convicción se manifiesta como algo incuestionable. Luis XIV resultó ser un mortal más. Con Serra no lo tenemos tan claro.