Me acordaba estos días de ese grito munchiano que es Mortal y Rosa, obra intimísima del Francisco Umbral menos dandy y más humano, en el que el columnista vomitaba su impotencia frente a la pérdida de la carne rosa. La carne de un niño sentenciado. El rosa del color de la inocencia. De Pinchito, su único hijo, muerto prematuramente a la edad de seis años.
La paternidad es ese único camino que nos permite ser en otros a través del amor. Esa gesta que nos enfrenta en ocasiones al caos interior frente a la cama de un hospital donde un hijo duerme, como un gorrión en un nido prestado, ajeno a todo, mientras esperas. Y lo miras. Y lo descubres, de nuevo. Como si nunca antes te hubieras dado cuenta del todo de su pelo y su nariz.
Y entonces comprendes, de repente, que ese hijo ya no es del todo tuyo sino de la Vida. Que dentro de su cuerpo de columpios y rotuladores hay una maquinaria que falla para la cual tus manos ya no pueden protegerlo, en medio de una procesión de batas blancas.
Mortal y rosa. Rosa de carne pura. Sin pecado. Nueva aún. Los juguetes esperando en una habitación que se lamenta ante la ausencia de un niño. El niño como milagro de la vida para llegar al perdón con uno mismo.
Umbral desnuda su tristeza a través de un soliloquio que se convierte en su única salida contra la locura, consciente de haber perdido la batalla que apaga para siempre la luz de una casa. La muerte de su único hijo devora de un plumazo los éxitos y los premios y la vida de un padre. Y con ella se fue el padre y se quedó frente a su Olivetti el hombre al que ya sólo le quedaba ser Umbral.
El dolor de un hijo es esa lección que nos permite poner en orden las cosas. Ya nadie importa tanto. Ya nadie importa nada. Y todos aquellos que ocupaban tu tiempo se te aparecen ahora gesticulando, igual que antes, pero en un diálogo mudo.
Todo desaparece en los ojos de un niño cuando busca en los tuyos ese lugar al que volver, seguro frente a las agujas y lejos de la cama de un hospital.
Y así se pinta gris sobre gris lo estúpidos que somos. Con nuestras trifulcas, todas ellas fruto de nuestra ignorancia hacia el otro, que nos envilecen a la espera de ser rescatados en los ojos mortales y rosas. Y, a veces, cuando somos capaces de dejar de ser mayores por un momento, lo cotidiano se hace sublime. Y entonces la enfermedad de un hijo se convierte en el camino del perdón hacia todo lo anterior.
En ese estado de embriaguez narcótica tras haber bebido del llanto de un hijo mortal y rosa, suena sin saber de dónde el vals de su risa, de la coleta de su pelo, de las uñas llenas de arena, de un parque con cubo y pala, de su primer bañador, de los dientes de leche pequeños asomando por la verbena de su boca. De sus ojos cerrados y su dormir profundo entre sábanas que esconden un pequeño muñeco y aún algunas migas de galleta. En sus zapatillas de cuadros viejas debajo de la cama y en el latido de vida de su respirar.
Francisco Umbral consiguió con Mortal y Rosa trascender al lado de Francisquito como no lo hizo con ninguna otra de sus obras. Y así, se fue de la mano con él en el dolor a través de la Literatura como balsa en la que navegar juntos para cruzar la pesadilla de lo inhumano. Umbral murió aquel día sin saberlo o sabiéndolo, tras anunciar: "he perdido la risa de mi hijo".
"El hijo es un relámpago de futuro que nos deslumbra un momento. Por él, por mi hijo, he visto más allá, más adentro y más lejos, y quizás -ay- eso basta. La felicidad es algo que ocurrió una vez"
Todo el dolor del mundo existe porque dejó de importarnos el dolor mortal y rosa. A Umbral hay que volver siempre, aunque sea para aprender a escribir. Y, en ocasiones, para que un padre nos recuerde que, quizá, aún no nos habíamos fijado bien en los ojos de nuestros hijos, en su pelo o en su nariz.