Mis pupilas han percibido algo diferente cuando mi balcón se ha abierto al mundo. Una visión confusa se ha presentado ante mí. De repente la realidad era doble, irreconocible. En el bullicio de la gente que circulaba en la calle había motivos multicolores que rompían la monotonía de la vida. Era un mundo distinto en el que se confundía la realidad y la ficción. Caras abiertas a la alegría desmentían un mundo en crisis; caretas de cartón ocultando rostros invisibles de vidas trasgresoras; pinturas vivas y opacas modificaban la imagen anodina de rasgos apagados. Todo era distinto al común de los días vividos en una realidad planificada. Los trajes serios de ejecutivos grisáceos habían desaparecido, dando paso a un vestuario de composiciones multicolores, expresión manifiesta de querer romper con lo cotidiano para traspasar los límites de lo habitual hacia un mundo de incontrolados acontecimientos. Es la expresión del hombre cansado de representar siempre el mismo papel. Se quiere dejar de ser para ser lo diferente. Hombres que renuncian por un día a su virilidad, transformándose en peligrosas señoras de mal vivir con apariencias exageradas por rostros pintados y cuerpos semicubiertos de prendas sugerentes. El otro yo que renace de la represión y quiere aflorar en un alarde de reivindicación hedonista. Hombres y mujeres, mujeres y hombres entrecruzados. Disfraces de una variedad de personajes tal, que transforman el panorama de la realidad y ocultan rostros, figuras y, sobre todo, vidas.
Debo confesar que en este fluir de personajes de ficción y espectadores de esta representación, en medio de ellos, zarandeado por la abundancia de seres en movimientos disparatados y encontrados, me sentí confuso. No sabía dónde estaba la verdad y dónde la ficción. Era cierto que el mundo era distinto. No era como todos los días, pero estaba vivo. Por eso mi cabeza empezó a dar vueltas en un mareo intelectual y físico que no tuve más remedio que refugiarme en mi realidad. Inmiscuirme en mí yo. Cerré las hojas del balcón y me senté en la primera silla que encontré como refugio para el sosiego de la vida. En el vacio de un mundo en silencio, con la imagen de la variedad de figuras y rostros en mi mente, me asaltó la duda: ¿dónde la realidad y dónde la ficción? ¿Por qué lo anodino, habitual, lo previsible, lo cotidiano, lo gris, lo apolíneo, lo racional... decimos que es lo verdaderamente real; y lo vivo, lo alegre, el color, lo dionisíaco, lo impredecible, ¿es la ficción? ¿No es cierto que en ella nos representamos como queremos ser, somos espontáneos, rompemos nuestro interior y afloran sin barreras nuestra condición humana? ¿Y si la realidad es la ficción? ¿Cuándo estamos en el mundo verdadero y cuándo en la ficción?
Un cierto desasosiego me invadió y hasta un nerviosismo me dejó inquieto. Después pensé que nada altera nuestra existencia y miré la vida con el optimismo de un conformista. Es cierto que, cuando parece ficción, la vida es vivida con más intensidad, alegría, fuerza y pasión, y cuando nos anclamos a lo real, cuando decimos que esta es la realidad, nuestro rostro se vuelve serio, imperturbable, impasible. Pensé y llegué a la conclusión de que, efectivamente, la verdadera vida es la de la ficción, la de la afirmación de la vida, aunque nos empeñamos en considerar verdad lo que es una permanente ficción. En medio de esta reflexión y asido a este optimista pensamiento, me desperté.