Probablemente nadie de nuestra generación, la tuya y la mía, haya olvidado dónde estaba aquellos días de julio y sanfermines. Aquel día, a la hora en que todas las televisiones hicieron un apagón pidiendo tu libertad cuando espiraba el plazo impuesto por ETA para acercar a sus presos al País Vasco. Aquellos días de cuenta atrás en que España contenía la respiración y aparecían en las pantallas lazos azules que después se vistieron de luto. Aquel momento en que apareció tu cuerpo gravemente herido, tirado en el campo sin tiro de gracia, agonizando, y a España se le detuvo el pulso. A todos nosotros, al menos a todos los ciudadanos de bien, algo se nos murió contigo.
España asistía atónita a una contrarreloj con la vida, a un asesinato a cámara lenta, tanta crueldad, tanto desprecio por la vida, por la libertad, por la convivencia y la democracia.
Dos tiros en la nuca. Por la espalda, de rodillas y maniatado, con surcos de lágrimas en tus mejillas. La basura, la escoria que apretó el gatillo, no tuvo piedad tan siquiera para darte una muerte digna frente a frente, como los que se miden en una batalla. Eran, son, unos mierdas.
Te convertiste, sin imaginarlo siquiera, en el rostro eternamente joven que nos recuerda el terror, la barbarie, el acto criminal más despiadado por una puñetera bandera. No hubo izquierda ni derecha, sólo manos blancas, sólo corazones y gargantas clamando por el fin del terrorismo. Y te lloramos como a uno de los nuestros.
Fuiste el hijo de todas las madres, el novio de todas las jóvenes, el hermano de todas las hermanas, el nieto de todas las abuelas y abuelos. Aún así, la basura etarra y sus cachorros batasunos no te dejaron descansar en paz en la tierra por la que quisiste luchar desde tus ideales. Esa misma basura con voz y presencia en las instituciones que aún no ha condenado tu muerte y todas las muertes inocentes. Sólo una vez vivieron el miedo en sus carnes y fue en aquellos días, cuando millones de españoles tomamos las calles pidiendo, clamando justicia y paz.
Han pasado veintiséis años de tu vil asesinato y hay quien cada día te vuelve a asestar dos tiros en la nuca sin enjugar las lágrimas. Usura es la memoria desmemoriada y el olvido es otra forma de matar. Por eso hoy, querido Miguel Ángel, escribo tu nombre, honro tu vida y la de todas las víctimas de la barbarie etarra.
Tu nombre, Miguel Ángel, son casi mil nombres. Cada muerto, cada víctima de ETA tenía, tiene un nombre, una familia, unos ojos que le lloren, un hogar que le extraña. Tu nombre, esos casi mil nombres escritos con sangre en la historia de este país sin recuerdos.
Querido Miguel Ángel: que nunca se nos olvide el alto precio que España ha pagado por vivir sin miedo. Aquellos días que nos cambiaron para siempre.