Recuerdo tiempos pasados, tiempos de niñez, que, en la escasez de grandes divertimentos y la rareza de los vehículos a motor existentes en esos momentos, mi calle se convertía en un espectáculo cuando el vecino del primero se decidía a coger su automóvil, un Renault 4/4. Todos nos asomábamos a las ventanas o hacíamos un alto en nuestros juegos infantiles para presenciar tan magno espectáculo. La grandeza de su persona contrastaba con la pequeñez del automóvil de su propiedad, lo que convertía ya el primer acto en un espectáculo digno de presenciar, viéndole hacer ingentes esfuerzos para acoplarse a las estrecheces del habitáculo. Cada día era una prueba de ingenio y contorsionismo, pues no había día que no lo intentara de diferentes maneras. Cumplido el primer requisito, se iniciaba la segunda parte: el encendido. No llegué a comprender tal dificultad, pero la había. Llave en el contacto, aquello empezaba a sonar pidiendo auxilio acelerón tras acelerón. La calle entera se llenaba de un lamento interminable. Pero ahora llegaba lo mejor: el momento de iniciar su marcha. Todos comenzábamos a hacer los comentarios pertinentes y, con tono jocoso, nos decíamos unos a otros “Ahí va el purasangre”. Efectivamente, el 4/4 se convertía en un objeto saltarín cada vez que soltaba y apretaba el embrague acompasándose por los acelerones pertinentes. Los chicos, que nos habíamos apartado de la carretera donde estábamos jugando a futbol, hacíamos un divertido descanso hasta que, entre salto y salto y algún que otro nuevo arranque, le perdíamos de vista en la siguiente curva. Nadie se movía de su sitio una vez había desaparecido de nuestra vista pues, en varias ocasiones, harto de tanta doma y viendo la imposibilidad de continuar una normal marcha, abandonaba el coche en la siguiente calle y volvía al domicilio andando. En ese momento, las ventanas se iban cerrado y nosotros continuábamos con nuestros juegos hasta el próximo día.
El recuerdo de aquel coche saltarín y la incapacidad de su conductor por tomar adecuadamente sus riendas me hace comparar aquella situación con nuestro panorama político y preguntarme: ¿Quién está al volante? La democracia se ha convertido en un “purasangre” indómito, porque a su mando se encuentra un inútil con un “carné de conducir” regalado, al igual que su tesis doctoral. Partimos de la base de que nadie en un país serio podría ser presidente sabiendo que ha engañado deliberadamente, con la colaboración de secuaces cómplices, a toda una institución académica como es la Universidad. La dimisión hubiera sido fulminante, con la consabida vergüenza de todos los compadres. Claro está, que, si no hubo en su momento el mínimo decoro, tampoco lo hay ahora para conducir un país con el único mérito del resentimiento, la frustración, el odio y el engaño. Características muy propias de los mediocres.
Y volviendo a la anécdota del Renault 4/4, recuerdo que, en la dialéctica entre el conductor y el coche, la nobleza de mi vecino, consciente de su incapacidad para conducir, nunca buscaba una excusa. Volvía con la cabeza gacha, paso tranquilo y el cigarro en la boca aceptando la situación con la esperanza de que la próxima vez lo conseguiría.
Sin embargo, nuestro presidente, no tiene ni la honradez ni la humildad de mi vecino, y siempre busca un culpable de su demostrada incapacidad: “o el embrague no está bien reglado o el acelerador demasiado fuerte o el carburador obstruido”, que traducido a la actual situación se llama “fango, fango y fango” con un aderezo de ultraderecha y un poco de “contubernio”.
El problema es que la democracia se presenta, a veces, demasiado débil cuando aquellos que ostentan la representación del pueblo opinan, votan y ordenan irracionalmente (sin virtud, como decía Aristóteles) sobre determinados problemas que requieren conocimiento de causa para ser resueltos; cuando “la soberanía nacional que reside en el pueblo español” es apropiada y confundida con las mayorías parlamentarias; cuando los “poderes del Estado” (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) se confunden y se ponen al servicio del dictador; cuando los derechos, libertades y deberes de los ciudadanos se reparten por simpatía política, la democracia corre el peligro de transformarse en tiranía. En definitiva, cuando “no hay nadie al volante” o cuando el que conduce no sabe, los males vienen por arrobas.