Créanme que siempre me han llamado la atención las múltiples barandillas existentes en miles de lugares que permiten inclinarse sobre ellas y asir los codos en estado de descanso. Es uno de los objetos más repetidos por el ancho espacio de nuestros pueblos y ciudades y se prodiga por igual en el paisaje rural y urbano. Su variedad es amplia. Hay bellas barandillas circundando hermosos paseos marítimos que nos hacen fijar nuestra vista en un horizonte lejano y transcender esa línea interminable abriendo nuestro mirar al infinito.

Las hay en rústicos lugares que nos permiten contemplar valles y montes, lagos y riberas. Algunas son simplemente ornamentales, otras preventivas para impedir el paso por lugares peligrosos, algunas protegen espacios de usos no deseados e incluso limitan propiedades.  Las hay de hierro, de madera o piedra. Las hay que, sin un especial objetivo decorativo ni aspiración artística, cumplen un papel social reconocido por todos, como es el entretenimiento jubilar de muchos españoles contemplando obras o intervenciones públicas.

Entre sus funciones, además de la evidente que es la limitación de un espacio en el que se está haciendo una actuación, se encuentra la social como lugar de encuentro, diálogo e, incluso, debate entre los asistentes a tan interesante reunión. Salvados los saludos entre los presentes, inmediatamente comienza la fase opinativa de cómo están trascurriendo los acontecimientos percibidos. Para unos la obra trascurre en tiempo y forma, otros no entienden el porqué de algunas actuaciones y los más atrevidos hacen toda una disertación de cómo se debería hacer correctamente.

Esta confluencia de “expertos” tiene la ventaja de que no exige “quórum” para su inicio ni final, y los participantes en ella se van incorporando o desapareciendo libremente, sin explicación ni justificación alguna. Cada uno sabrá los motivos de su suma al debate o de su ausencia de este. Pero las que más me gustan son aquellas que permiten hacer un alto en el camino, apoyar mis codos en ellas en señal de reposo e inclinarme reverencialmente ante su majestad o sentarme relajadamente para contemplar lo manifestado tras ellas.

Son momentos que combinan el descanso con la placidez por la contemplación de lo bello. No hay pueblo o ciudad que cuente con un paseo marítimo que no tenga un lugar para hacer ese sano ejercicio de la contemplación frente a la inmensidad del mar. No hay valle o montaña que entre su hermoso paisaje no disponga de un estratégico mirador para perderse relajadamente en su infinito. Cualquier pueblo, aldea o villa nos ofrece su puntual observatorio de la realidad natural como una postal de las bondades de su localidad.

También hay “barandillas imaginarias” que nos construimos cada uno de nosotros para contemplar la realidad que nos rodea. Son puntos y aparte en nuestro caminar que hacen de nuestra existencia un hervidero de pensamientos. Es un buen ejercicio para el espíritu, siempre y cuando cumplamos con algunos de los condicionantes de esta sana práctica. Esta barandilla imaginaria deberá estar colocada en un buen lugar para poder contemplar esa realidad que despierta nuestra admiración. No podremos ponerla demasiado alta ni demasiado baja, porque nuestro punto de vista estará contaminado por la prepotencia de nuestro ego o por la mediocridad en las valoraciones.

Tampoco nos podremos asomar a un balcón medio escondido, reducido en su perspectiva, porque nuestro mirar estará trucado de la deficiencia expositiva. Deberemos tener cuidado con no confundir nuestro trabajo con una suplantación interesada de la barandilla por un muro. Este resultado es más común de lo imaginado cuando nos ponemos manos a la obra y entregamos todo nuestro empeño en adecuar nuestro balcón a la dictadura de la ideología o los personales intereses.

Nuestro ejercicio reflexivo dejará de ser saludable y envenenará nuestro pensamiento falsificando la reflexión y contaminando nuestra vista. Aunque, como vulgarmente se dice, todo depende del punto de vista desde el que se mire, para una buena observación de la realidad deberemos, pues, colocarnos libres de prejuicios frente a la realidad para observarla con la mayor fidelidad y objetividad.

Tanta importancia doy a esto que se debería imponer en todo el mundo “El día de la barandilla”. Sería muy interesante, pues supondría hacer una llamada de atención a toda la población para que, un ratito, al menos uno, nos pudiéramos asomar al mundo para contemplar con serenidad lo que está ocurriendo. Es cierto que, en muchas ocasiones, nos encontramos con una realidad tan perversa y manipulada que nos hacen caer en ese estado negativo común a muchos observadores al concluir: “para qué si todo es una porquería”.

A pesar de todo, ambos puntos de encuentro con el mundo, las barandillas reales y las imaginarias, son buenas excusas para hacer un alto en el camino, pasar por ese estado mental recomendado de buena salud y dedicar un minuto a la reflexión.