A menudo vivimos entre ideas preconcebidas y frases hechas, como si en esta tierra no hubiese un más allá de la Semana Santa, como si la vida no traspasase las fronteras de las ermitas de Morales o Valderrey. Tópicos, ideas que de tanto repetir terminamos creyendo aunque nos asfixien y nos roben el aire y nos arranquen las alas; esas alas que tanto necesitamos para despegar, para volar y contemplar el mundo desde arriba, soñando; mi gente, mi pueblo con alas. Palabras, piedras contra nuestro propio tejado, endurecidas de pesimismo y autocompasión en esta hermosa tierra que aún necesita creerse, sentirse viva, amorosa, fuerte.
Los fuegos artificiales ponían punto final hace unos días a las fiestas de Zamora, mi pequeña y bonita Zamora, que se ha mostrado más viva que nunca en las postrimerías de junio para mayor honra de San Pedro. Calles, negocios, llenos; gente joven, y niños, y no tan niños, disfrutando, conviviendo, haciendo ciudad en esta España despoblada, haciendo fiesta, rompiendo esos tópicos que edifican nuevas murallas que nos cercan. Gloria a Dios en las alturas que cantaría el maestro Serrat.
Que Zamora, mi pequeña Zamora, es la capital urbana con mayor concentración de románico de Europa es algo sabido. Aquí la piedra es el signo, la bandera, el ADN de las gentes, románicas, cuadriculada, impasible a veces como sus iglesias; sobria, noble, como sus rosetones. Pero Zamora también es rock, si da gusto ver las calles, terrazas y bares llenas de viejos y jóvenes roqueros -que nunca mueren- que han convertido el Z-Live en un acontecimiento nacional. Zamora, la pequeña Zamora, es una maravillosa alfombra de ajos para sazonar las mejores comidas y honrar el trabajo de quienes riegan el campo con su sudor sin olvidar de dónde venimos; es un enorme alfar a cielo descubierto donde pervive la cultura del barro, esta arcilla ocre y rojiza que nos modela desde la cuna.
Zamora traspasa sus límites, borra sus fronteras, mira más allá de su ombligo y abraza a los niños del Sáhara, que tienen la luz del desierto en sus ojos, en este otro desierto de tierra adentro a orillas del Duero. Este Duero que nunca se detiene, que discurre cantarín rumbo a Portugal, eterna sangre ibérica de agua y remolinos, frontera natural y abrazo, desfiladeros y puentes.
Y aunque hunde sus raíces en la historia, mi tierra también canta y danza con el folclore transgresor, la magia de Rodrigo Cuevas, que vistió de colorines y reencuentros la Plaza Mayor, ese espacio abierto donde convive el románico majestuoso de San Juan con las coquetas fachadas modernistas o el viejo Ayuntamiento renacentista, cruce de culturas, suma de siglos, abrazo en el tiempo, memoria. Y Zamora, que también es bullicio en fiestas y cántico, se calla, y se detiene, y parece que reza cuando Edelio González recita las alboradas de su tierra sanabresa con su voz de cristal y de madera, calle arriba y calle abajo, cuando llega San Bartolo y Robledo combate el frío de la madrugada con quina y cazalla de esquina a esquina en la ronda de los mozos. Edelio sosteniendo miles de almas en su garganta, tan imposible, sobrenatural, con los ecos, el misterio de las letanías antiguas, la voz del pueblo que parte y siempre regresa a la raíz, al surco, a la montaña.
Y Zamora baila en los pies de Pepa porque pisan los pasos de todas las mujeres que andaban garbosas en el baile, y en la pandereta de Carmen, sonajas de maravilla, y ruge en la gaita del Guti, heredera de los toques de siglos del Aliste y más allá de La Culebra. Mi gente, ese verdor, tanta hermosura.
Las gentes tomaron la muralla danzando al son de Panorama, la versión 2.0 de todas las verbenas de pueblo, de tantas madrugadas en fiestas, tomaron por asalto las avenidas dormidas, los paseos, las casetas, la ruidosa calle de Los Herreros, los teatros, el auditorio de media luna bajo las estrellas del verano. Y viste las galas tradicionales, sedas, paños, bordados de lana, cintas, lentejuelas, que se guardan en los arcones del corazón.
Mi pequeña Zamora es tierra de gigantes subiendo la empinada cuesta de Balborraz, sosteniendo las nubes, el sol; y de gigantes de carne y hueso que apuestan por nosotros y por nuestra gente, que viven y mueren y trabajan y sonríen incluso cuando la misma vida duele.
Es mi Zamora mágica, esta Zamora viva que se rebela, que rompe los tópicos, que abre los brazos y siempre nos espera. Esta Zamora que pocos conocen, que nunca os cuentan, que late con fuerza en esta tierra donde a veces se escuchan los latidos del silencio.