A lo largo de la historia del pensamiento, uno de los temas más recurrentes ha sido el debate sobre la existencia o no del mundo real y la posibilidad de conocerlo. Esta preocupación por desvelar si nuestro mundo es una ficción o una ilusión; si lo que conocemos es la verdad de lo que existe o una simulación de nuestra mente; si nuestra realidad es un pálido reflejo de un verdadero mundo ideal fuera de nuestro alcance; si todo es una ensoñación de nuestra mente, una construcción interpretativa de nuestro intelecto ha vuelvo a la actualidad de la mano de “La hipótesis de la simulación”.
Comentada en un artículo por el filósofo Nick Bostrom allá por el año 2003, aunque ha tenido fuertes críticas de físicos y cosmólogos, cuenta con partidarios como Elon Musk, quienes plantean la pregunta: ¿Somos personajes de un mundo virtual? Esta hipótesis propone que el mundo y quien lo habita es producto de una realidad simulada. Claro está que si ya somos capaces de generar sistemas virtuales cada vez más desarrollados podríamos pensar que el universo entero es un escenario ideado por seres de otra dimensión.
Por eso mi pregunta vuelve a situarse en ese mundo de la incredulidad: ¿Es cierto lo que veo, lo que percibo? No puede ser que exista tanta contradicción en el mundo y se cambie de opinión con tanta facilidad. Realmente parece que estamos teledirigidos por seres de otra dimensión que nos programan a su antojo cerrando toda posibilidad a remordimientos conscientes de nuestra conciencia. Nos inoculan comportamientos según sus intereses y por eso vuelve a aparecer en mí la hipótesis del “genio maligno” de Descartes que constantemente me está engañando. Incluso cabe pensar que, si la mente nos engaña en el mundo de los sueños, ¿por qué no nos engañaría en el mundo de la vigilia?
Al margen de las disputas filosóficas y científicas, lo cierto es que en repetidas ocasiones me surgen dudas de si la realidad percibida en el día a día es verdad, una ilusión, una simulación o un sueño. Viene al caso toda esta disertación al comprobar lo que ocurre en el mundo y, muy especialmente, en nuestra España. Cada vez se da más en mí ese desfase entre lo que acontece y lo que debería acontecer.
Me empeño en creer en un sistema democrático de libertades y librepensamiento, de espíritu crítico y mentes bien pensantes, de buenos gestores y amantes de lo “bien hecho”, y me “choco”, más bien me “estampo” cada mañana con hechos totalmente contrarios al buen hacer democrático. Lo que ayer valía como bueno, ahora se ha convertido en lo contrario. No importa cambiar de opinión porque hay argumentos suficientes para vender una cosa y su contraria. Son charlatanes de feria que venden el producto con el único objetivo de ganar, sin pensar en las consecuencias de sus actos o de si el producto está podrido. Se gratifica al golpista y se machaca al cumplidor de la ley.
Estamos en un mundo donde un delincuente aparece y desaparece cuan Harry Houdini o David Copperfield con el consentimiento cómplice del gobierno que, todavía con la mayor desvergüenza, se atreven a explicarnos tal disparate como si “fuéramos tontos”.
¿En qué mundo se puede consentir que la mujer del presidente consigue una cátedra “por la cara” y por su desvergüenza comprando voluntades y sumisiones de rectores y amigos “con posibles” para financiársela?
¿De verdad se puede dar la situación de que un expresidente que se supone que ha sido regidor de un país democrático se venda al dictador y un gobierno en pleno no se atreve a condenar el golpe de estado del sátrapa?
Se asaltan poderes del Estado contraviniendo el más sencillo sentido democrático y desmintiéndose a sí mismo en otras opiniones vertidas sobre estos mismos casos. Al dictador le da lo mismo acusar de corrupto al que le critica, aunque en sus actos multiplique por mil sus corruptelas y en su afán de aparecer como regeneradores de la democracia invadan todos los poderes del Estado simplificándolos todos en uno solo: “el amo”.
Cuando observo todo esto y un sinfín de tropelías, vuelvo a pensar la llamada “hipótesis de la simulación” y me quiero aferrar a ella y concluir que tanto el mundo como todo lo que habita en él son producto de una realidad simulada. Es una terapia personal para no devenir en la mayor de las decepciones al comprobar que el mundo está lleno de “narcisos” que venden su alma y lo que pillan por el poder, donde los corifeos del jefe no saben decir que el “rey está desnudo”, donde la gente mira para otra parte con tal de vivir sin complicaciones, donde lo que fue ayer fundamental ahora es una moneda de cambio, donde los resucitados coros y danzas del equipo de opinión sincronizada alaban y aplauden los mayores disparates por un “plato de lentejas” o un puesto en el Constitucional o una subvención vivificadora al medio de comunicación cuan oxígeno en una cama de hospital.
En este incomprensible mundo no me queda más opción que aferrarme o a la utilidad de un estoicismo o a la ilusión de la ficción y sugestionarme que la realidad sea otra porque por el camino que vamos cualquier día, el presidente de Gobierno nos anuncia que la Navidad, por gracia de su divina majestad, va a comenzar cuando a él le salga de donde yo les diga. Y habrá gente que le aplauda.