La cacería lanzada por la Iglesia católica a principios del s. XVII llevó a los inquisidores a juzgar a gran número de personas relacionadas con la brujería y la magia negra en el Norte de España. La histeria de los pueblos desembocó en la celebración del Auto de Fe más famoso de esa época, el de Logroño, en 1610, donde hasta seis brujos ardieron vivos.
En este proceso de búsqueda y captura de brujas, fue el canónigo burgalés Alonso Salazar Frías, quien tuvo una mayor relevancia. Salazar, nacido en 1564, pertenecía a una familia hidalga, con antecedentes en el comercio de lana, y en la que su padre y abuelo habían sido hombres de leyes. Estudió en Salamanca, y fue nombrado inquisidor para el tribunal de Logroño en 1609 por el tío del Duque de Lerma, Bernardo de Rojas y Sandoval, arzobispo de Toledo e inquisidor general. Al llegar a Logroño, el burgalés encontró iniciado el conocido “proceso de las brujas”, con el que no estuvo conforme, ni con la sentencia ni con el modo en que el proceso discurría. Así pues, pidió permiso al inquisidor general, para estudiar in situ el fenómeno de la brujería vasco-navarra, lo que le permitió, en cuatro años, interrogar a muchas personas y contrastar informaciones.
Tras las pesquisas, envió un informe al Consejo Supremo en el que criticaba duramente el procedimiento del tribunal durante el brote de brujería y culpaba a otros colegas de haber aceptado como válidas acusaciones sin fundamento alguno ya que muchas de las denuncias partían de gente que decía haber soñado con vecinos que participaba en aquelarres o de vecinos que acusaban a otros simplemente por envidias o venganzas. En ese informe, además, proponía Salazar el modo en el que el Santo Oficio debía entender el delito de brujería de ahí en adelante, basándose en la idea de separar superstición de realidad, e incluyó métodos para recabar testimonios fiables basados en hechos empíricos y no en meros alegatos de terceras personas. También se denigró el Malleus Maleficarum, que era el compendio sobre brujería que seguía la Inquisición hasta entonces y que estaba basado en ficciones, y se ejercieron las sugerencias de Salazar sobre la prudencia al investigar para no provocar un nerviosismo innecesario en la población al referir la posible existencia de brujas en sus pueblos.
Por todo esto, fue el propio clérigo, quien, en 1617 informó a la Santa Inquisición que la cordura había regresado a tierras navarras. Por estas razones, se le llamó “el salvador de las brujas” y, hasta él mismo dijo que “No hubo brujos ni embrujados en este lugar, hasta que se comenzó a tratar y escribir de ellos”.
En fin, que la historia de Castilla está ligada a las leyendas esotéricas y, sean ciertas o no, muchos pueblos castellanos siguen sin restar valor a su tradición brujeril, como por ejemplo Barahona, en Soria.
En los procesos que abrió la Inquisición en su tribunal de Cuenca, al que pertenecía esta villa, se juzgó a unas brujas de pueblos próximos a los pantanos de Entrepeñas y de Buendía por acudir a solemnizar fiestas malignas a las cercanías de Barahona, población que tiene documentada la existencia de este tipo de reuniones de magas. Hay fuentes que revelan incluso la celebración de aquelarres con comidas, orgías e invocaciones al diablo.
A una milla del pueblo, en medio del campo, hay una piedra monolítica con una cruz grabada. Es el llamado “Confesionario de las Brujas”, con un agujero en su parte central donde supuestamente las brujas metían la cabeza para confesarse. No muy lejos, existen también dos pozos airones, que son unos agujeros en la tierra que absorben grandes cantidades de agua, y que se quieren identificar con el inframundo y la nigromancia. La invención relata que estas brechas en el suelo las hicieron las brujas con sus posaderas.
Obviamente, estas historias de hechicería en las poblaciones de la Alcarria solo pueden explicarse en el marco de la profunda crisis económica existente en el Siglo de Oro, excelente para las artes, pero pésimo en políticas por el exceso de delegación de poderes de los reyes en sus validos
Otro pueblo similar es Cernégula, en el norte de la provincia de Burgos, y su mito cuenta que, en la laguna de este municipio se reunían las brujas de toda Castilla para poner al día sus nigromancias, aquelarres y recetarios mágicos.
Verdad o cuento, lo cierto es que las crónicas dicen de Cernégula que era la localidad del Reino de Castilla en la que se reunían las brujas llegadas de Cantabria y Navarra con el ánimo de burlar las miradas de los inquisidores, que señalaron en varias ocasiones este lugar en su particular caza de brujas durante los s. XV y XVI:
“Todos los sábados las brujas de las montañas de Cantabria...
tras churrar en las cenizas del hogar y al grito de:
‘¡Sin Dios y sin Santa María, por la chimenea arriba!’,
parten volando en escobas o transformadas en cárabos,
rumbo a Cernégula donde celebran sus reuniones alrededor de un espino,
para, luego del bailoteo, chapuzarse en una charca de agua helada. Otras, más corretonas, amanecen en Sevilla, al pie de la Torre del Oro.”
Son muchos los vecinos que consideran que las hechiceras pudieron reunirse en esta charca de Cernégula, y no es de extrañar, teniendo en cuenta las numerosas referencias que existen en torno a las brujas por parte de los inquisidores. Estos soldados del Santo Oficio se dedicaron a elaborar un mapa de lugares en los que las mujeres consideradas brujas podrían juntarse para llevar a cabo aquello que para la Iglesia católica eran “peligrosos hechizos”.
La laguna hoy solo es hábitat de sapos y culebras, sin embargo, las fuentes orales quieren mantener la leyenda con sus refranes:
“De la cueva de Ongayo salió una bruja con la greña caída y otra brujuca. Al llegar a Cernégula, ¡válgame el Cielo!, un diablo cornudo bailó con ellas. Por el Redentor, por Santa María, con el rabo ardiendo, ¡cómo bailarían…!”