«Después de la peregrinación de Marco Polo véneto, y la que dicen del infante de Portugal, y la vuelta que dio la nao Victoria al mundo, no pienso ha habido otro viaje como el nuestro…».
Juan de Persia, 1604.
Esta es la historia de Juan de Persia y la odisea que él y un grupo de compatriotas llevaron a cabo, recorriendo buena parte de Oriente Medio y de Europa, con el fin de cumplir una importante empresa diplomática: reunir a los monarcas cristianos europeos en una alianza para atacar a su enemigo común, el Imperio Turco. Es el testimonio de una misión, desde Isfahán hasta Valladolid pasando por tierras rusas, polacas, alemanas, italianas y francesas.
Uruch Bech era su nombre antes de ser bautizado. Era hijo de un destacado militar y miembro de la corte safaví y, debido a esta cercanía con el sah, el Gran Abbás I, fue llamado por éste para participar en esta importante misión, que los llevaría a visitar a varios jefes europeos como el zar ruso, el rey de Polonia, el emperador de Alemania, la señoría de Venecia, la reina de Inglaterra, el rey de Escocia, el rey de Francia, el papa de Roma y el rey de España.
El líder de la comitiva sería el embajador Uzén Alí Bech, y Uruch, además de tener que acompañarlo, otra de sus funciones era la de escribir todos los detalles del itinerario. Por eso sabemos que la embajada salió de Isfahán la tarde del jueves 9 de julio de 1599. El séquito estaba formado por varios caballeros persas, otros tantos ingleses y dos frailes portugueses que se encontraban allí en esa época, un alfaquí y cinco intérpretes, y todos acompañados por más de una treintena de camellos, varios caballos y otros animales que transportaban alimentos para el camino y regalos para entregar a los reyes cristianos.
La delegación se dirigió primero al norte, después cruzó el mar Caspio y llegó a Moscú donde los recibió el zar Boris Godunof. De allí embarcaron hacia Alemania y después, por tierra, llegaron a Praga para ver al emperador. Más tarde llegarían a Italia y, durante su estancia en Roma es cuando comenzó a fragmentarse la comitiva, ya que, por un lado, el embajador salió a mal con los ingleses del grupo – parece ser que los usureros y mercenarios británicos vendieron a traición parte de los regalos que eran para los reyes -, y por otro, tres de los lacayos se quedaron en la ciudad de las Siete Colinas con la intención de convertirse al cristianismo. Uruch Bech, buen observador, también se interesó en Roma por lo católico.
Del Vaticano, ya sin ingleses, y con dos mil ducados que les entregó el papa para seguir su viaje, los persas partieron hacia Francia y a mitad del verano de 1601, llegaron a Barcelona y a Zaragoza, donde los respectivos virreyes de Cataluña y Aragón les prepararon recibimientos llenos de agasajos. Finalmente, llegaron a la Corte de Valladolid en agosto, y Felipe III los recibió para considerar detenidamente las peticiones del sah de Persia. El Consejo de Estado decidió que la propuesta del gobernante persa sería muy provechosa para los intereses de España y aceptó la alianza. Así pues, se dispuso todo para enviar a dos embajadores a Persia, para firmar dicha conexión.
Dos meses después, la comitiva persa y dos emisarios españoles salían hacia la capital lusa para tomar un barco a Goa (capital del virreinato portugués de Asia) y de allí a Isfahán. De camino, un desconocido mató en Mérida a Amir, el alfaquí persa del grupo, por eso, tras su entierro y al llegar consternados a Lisboa, el embajador Uzén Alí Bech envió a Uruch de vuelta a Valladolid para informar al rey de lo sucedido al alfaquí.
A orillas del Pisuerga, Uruch se reencontró con Alí Qulí Bech, sobrino del embajador, que había decidido quedarse en una comunidad jesuita vallisoletana y convertirse al cristianismo. Uruch, curioso y entusiasmado siguió sus pasos. Contactó con el capellán y limosnero mayor de Felipe III y, al poco tiempo, Alí Qulí Bech y Uruch Bech, fueron bautizados en el Palacio Real, siendo sus padrinos los propios reyes y con los respectivos nombres cristianos de Felipe y Juan.
Ya bautizado, Juan volvió a Lisboa para tomar el barco a Persia y regresar con su familia. En Lisboa todavía tuvo tiempo de convencer a otro amigo, Boniat Bech de bautizarse como Diego de Persia. El embajador, iracundo con la noticia, trató de acabar con la vida de ambos, pero consiguieron salir de Lisboa y regresar a Valladolid a iniciar una nueva vida. De hecho, don Juan y sus compatriotas convertidos al catolicismo recibieron del rey una vivienda y una pensión vitalicia de mil doscientos escudos como compensación por quedarse en España y no poder volver a ver a sus familias persas.
El embajador Uzén Alí, partió finalmente de Lisboa rumbo a Isfahán, pero sin los dos embajadores españoles mencionados por Felipe III. Aun así, el rey de España inició relaciones diplomáticas con el sah que se prolongarían en el tiempo, e incluso, años más tarde, en 1614, envió a Persia a un embajador, don García de Silva y Figueroa, que consiguió crear un puesto de embajador español permanente en la corte de Isfahán, ofreciendo un puesto recíproco en Valladolid.
En 1604, con privilegio real, eran publicadas todas las anotaciones que Juan hizo en dicho periplo bajo el título “Relaciones de don Juan de Persia”, con ayuda, comentarios y correcciones de fray Alonso Remón. Un relato de las aventuras vividas durante un par de años por un grupo de personas de diferentes credos y formas de ser, que recorrieron miles de kilómetros desde la antigua Persia, rodeando primero el imperio turco otomano y alcanzando las costas árticas, para luego bajar por Europa central a ver al mismísimo pontífice cristiano, y terminar en la península Ibérica. Una odisea para unos, una guía de viajes para otros, y un verdadero cambio de existencia solo para quienes lo vivieron.