“No ha venido a Castilla mejor oficial extranjero que Juni”.
Alonso Berruguete
La pequeña aldea de Joigny, a treinta leguas de París, parece ser la cuna de este artista que, siendo francés, llegó a ser el máximo exponente de la escuela escultórica de Castilla en el s. XVI.
Poco se sabe de su niñez o de su juventud, pero lo que es claro es que cuando llegó a España ya traía el oficio bien aprendido. Es muy probable que, siendo Juni de la región de Borgoña, se formara inicialmente bajo esas premisas artísticas francesas e incluso con alguna influencia nórdica, y que pudiera haber pasado después algunos años de perfeccionamiento en Italia, como todo artista que se preciara en esta época. Allí adquiriría Juni no solo sus habilidades como escultor, sino su versatilidad a la hora de emplear diferentes materiales, como la madera, la piedra o el barro cocido, que fueron indistintamente utilizadas por el artista en función de los requerimientos de sus clientes a lo largo de su amplia carrera profesional.
De cualquier modo, el hecho de conocer las técnicas con esos materiales sólo se explica si se acepta la hipótesis de que aprendió la técnica del plegado de los vestidos y del relieve a través de Jacopo della Quercia, o que conoció las características formas renacentistas observando las pinturas de Rafael o de Miguel Ángel. De hecho, Buonarroti pudo ser, en realidad, su maestro, puesto que de él aprendió el modo en el que se debían ejecutar las esculturas, la proporción de estas y su armonía.
Sin embargo, por alguna razón, los pies de Juni salieron de Italia y se plantaron en Castilla, donde ya permaneció para siempre. Sus primeras referencias laborales son de 1533, cuando, con algo más de veinticinco años, trabajaba en la leonesa fachada del convento de San Marcos. En esta etapa, Juni, formado en el lenguaje decorativista del plateresco, abandonó este estilo, en aquella época de moda en Castilla, para adoptar un lenguaje más clásico y monumental que, en cierto sentido, podría ponerse en relación con lo miguelangelesco. A partir de este momento, la inclinación por la línea “serpentinata” y por los pliegues en las esculturas colocó a Juni en el foco del primer manierismo.
Pocos años más tarde, y siendo Juni todavía vecino de León, el cardenal Pardo Tavera, uno de los mecenas más importantes del momento, le encargó un Cristo crucificado que decorara el retablo principal de la colegiata de Santa María la Mayor, en Toro. Y antes de terminar esa década, hay pruebas de que estuvo en Medina de Rioseco, trabajando en dos grupos escultóricos de barro cocido y pintado, y en cuyas ejecuciones que también se nota la influencia italiana.
El año de 1540 lo pasaría seguramente en Salamanca, porque a principios estaba trabajando allí en unas obras, y a finales una enfermedad le obligó a hacer un testamento y lo firmó como vecino de esta ciudad. Al año siguiente, recuperado de esa dolencia, cambió el Tormes por el Pisuerga, instalándose definitivamente en Valladolid, aunque por motivos laborales tuviera que moverse en puntuales períodos a Palencia, Ávila, Medina del Campo, Orense e incluso Barcelona.
En Valladolid “mandaba” artísticamente la familia de los Berruguete, pero Juni, sin arredrarse, llegó, abrió taller propio, acogió aprendices, formó oficiales, y forjó una gran nómina de discípulos profesionales, como por ejemplo los tres famosos Juanes: de Anchieta, de Angés “el Viejo” y de Angés “el Mozo”.
En la ciudad del Pisuerga, las cofradías penitenciales, las órdenes religiosas y las parroquias se convirtieron en sus principales clientes, a veces en detrimento de Berruguete claro, y los conflictos ellos no se demoraron mucho: celos y pleitos por encargos, diferencias en las técnicas y gustos de ambos… En fin, gajes del oficio.
Lo cierto es que, aunque conocedor del estilo nervioso, movido y frenético de las composiciones (Renacentistas aún) de Berruguete y su círculo de seguidores, Juni dio un giro formal y ofreció otro punto de vista al gremio. Otorgó a sus personajes tallados un movimiento entorno a su propio eje, apostó por figuras clásicas, en estado de reposo y anatómicamente perfectas. Una concepción de la escultura que solamente puede compararse con el arte clásico y que, sin duda, lo relacionan con la línea de Buonarrotti.
En la década de 1540 hizo el grupo escultórico del Santo Entierro para el sepulcro de fray Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo, destinado al convento de San Francisco de Valladolid. En esta escena, el relieve central es claramente clasicista, y en él, Juni otorga gran protagonismo a los detalles para acentuar el realismo tremendista de cada figura, tal y como había hecho treinta años antes Miguel Ángel al decorar la Capilla Sixtina.
Esta obra consolidó la reputación del Juni escultor, y comenzó una nueva etapa en su producción en la que primó el dramatismo, la exacerbada expresividad y el incremento de la emoción. Esta fórmula llegó en el momento justo y logró tocar la tecla de éxito profesional y la fama personal del artista franco-español, ya que consiguió plasmar en sus figuras la espiritualidad latente en la sociedad de la época, unas mostrando efectivo dolor, aflicción sincera, sufrimiento… es decir una realismo que lo diferenció totalmente de sus compañeros de profesión.
En el estilo del imaginero francés se ve cambio. Sus figuras reflejan exuberancia, patetismo, músculo, efervescencia, pasión, voluptuosidad de los paños que visten… En definitiva, se ve el Barroco.
A mediados de abril de 1577 fallecía Juni en Valladolid, en sus casas seguramente, las que dejó en herencia a su hijo Isaac, y que luego pasarían a manos de otro maestro, Gregorio Fernández, continuando la vivienda la tradición artística pucelana. “(...) mi cuerpo sea sepultado en el monasterio de santa catalina de sena desta villa junto a la sepoltura de mi muger e hijos que es nuestra propia en la misma sepoltura abiendo en ella lugar (...)” decía él en su testamento, dándose así por cerrado el ciclo vital de uno de los principales maestros de la escuela escultórica castellana.