El Zangarrón de Sanzoles: mezcla de respeto, tradición y un toque de irreverencia
- Una mascarada ancestral que convierte las calles de este pueblo zamorano en el epicentro de su cultura popular cada 26 de diciembre.
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Sanzoles no es sólo un pueblo más de la comarca de Tierra del Vino, es un rincón donde la historia y la tradición tienen nombre propio: el Zangarrón.
Entre viñedos y bodegas excavadas en las laderas de su terreno ondulado, esta localidad zamorana se transforma cada 26 de diciembre en el escenario de una de las mascaradas más vibrantes y auténticas de la península.
Aquí no se trata solamente de recordar, sino de vivir la herencia cultural a través de un ritual que une a todo un pueblo en un baile entre lo sagrado y lo profano.
Cuentan estos jóvenes zamoranos, para EL ESPAÑOL de Castilla y León, que el Zangarrón no es un personaje cualquiera, es el alma de esta fiesta. Durante semanas, los mozos ensayan los bailes al son del tamborilero, una figura casi dictatorial que guía con autoridad los pasos y no duda en recurrir al “vergajo” para corregir errores.
La preparación comienza sobre el 8 de diciembre, cuando se elige al joven que encarnará al Zangarrón, en el pasado el mayor de los quintos y hoy cualquier valiente dispuesto a asumir este papel.
Cosido a su traje y cargado con vejigas hinchadas, el Zangarrón es mucho más que un disfraz: es una mezcla de respeto, tradición y un toque de irreverencia.
El 25 de diciembre, víspera de la fiesta, por la tarde, arranca la fiesta con un acto que desborda emoción y simbolismo. Los jóvenes provocan al Zangarrón en su casa, incitándole a perseguirlos en una primera escaramuza que anuncia lo que vendrá.
Por la noche, el sonido de cencerros y esquilas resuena por las calles, marcando el paso de los quintos, que montan guardia para que estos instrumentos no dejen de sonar. Entre tanto, se come, se canta y se bebe, en una mezcla de celebración y trasnoche que culmina al amanecer.
El 26 de diciembre, todo el pueblo madruga para recoger al Zangarrón y, tras las tradicionales sopas de ajo, comienza la jornada grande. La comitiva, acompañada de danzantes, mayordomos y un tamborilero, realiza una recaudación recorriendo cada rincón del pueblo, desde las Cuatro Calles hasta la iglesia.
Aquí, la figura del Zangarrón despliega todo su carisma: silencioso, con su bolsa abierta para recibir aguinaldos, y listo para correr tras quien le rete, rememorando un juego ancestral que mezcla humor y solemnidad.
Pero la mascarada no se queda en carreras y bailes. La procesión con la imagen de San Esteban, portada por las Bailonas, y los bailes ceremoniales que rinden homenaje al santo, añaden un componente espiritual que conecta a los sanzoleños con sus raíces.
El Zangarrón, siempre en el centro de todo, observa en silencio, rompe vejigas en un gesto lleno de simbolismo y lidera las últimas vueltas en torno a la iglesia antes de despedir la fiesta.
La jornada termina con la “comida del mutis”, un banquete lleno de normas curiosas donde los mozos no pueden hablar, bajo pena de multas o un garrotazo.
Aunque los tiempos han cambiado y el Zangarrón ya no come apartado, el respeto por el ritual permanece intacto, garantizando que esta tradición más allá de perdurar, siga siendo la esencia viva de Sanzoles.
Cada paso, cada gesto, cada carrera del Zangarrón parece contar la misma historia: esta no es una fiesta que se mira desde fuera, sino una que se siente, se vive y se corre. Porque en Sanzoles, dicen, la tradición no es un recuerdo estancado, sino un corazón que late al ritmo del tamboril y el eco de los cencerros.