En un laboratorio de la Universidad de Utah, el profesor Carrier ha posicionado unos triángulos isósceles de madera en cuya base ha colocado el brazo de un cadáver. Los triángulos funcionan como un péndulo y provocan que, al bajar, el puño golpee un disco de halterofilia acolchado y sujeto a la pared. Carrier, que es biólogo evolutivo, no está construyendo una máquina de lucha infernal sino tratando de comprender si la violencia tuvo un papel fundamental en la evolución de las manos humanas. Así lo publica en el último número del Journal of Experimental Biology.
Existe una teoría bastante provocadora, conocida como del "mono agresivo" o "mono asesino", que apunta a esto mismo. Si el ser humano fue capaz de progresar sobre otras especies fue gracias a la violencia y el instinto competitivo derivado de ella. Carrier apunta a esto mismo: si el australopiteco que nos precedió logró esa destreza en sus manos fue gracias a las peleas a puñetazos, disputadas para quedarse con la mejor hembra.
La teoría más aceptada actualmente es que los seres humanos adquirimos esa destreza manual -para agarrar objetos o crear herramientas- casi por selección natural. Por tanto, Carrier es visto como un excéntrico con una tesis, además, bastante impopular.
"Creemos que nuestra anatomía se especializó en pelear para ayudar a la selección de los machos, que debían competir contra otros por las hembras o para proteger a sus hijos o seres cercanos", dice a EL ESPAÑOL el investigador estadounidense.
Este es el tercer intento de este biólogo por convencer a sus colegas de que su hipótesis es plausible. En 2012 lo probó con seres vivos y sacos de boxeo y más tarde estudió cómo pudo afectar la evolución de los puños a la de los mentones, que según él fueron robusteciéndose para soportar mejor los puñetazos.
El año pasado fue ridiculizado por varios periodistas y blogueros de ciencia, incluso desde National Geographic llamaron a sus investigaciones bro science, algo así como "ciencia de colegas". Y sin embargo, Carrier sigue insistiendo y sacando artículos en revistas -por cierto, revisadas por pares- y respondiendo a los críticos, incluso desde las notas de prensa que su universidad lanza para promocionar su trabajo.
"No es descabellado"
Para Arcadi Navarro, director del Grupo de Investigación en Genómica Evolutiva en el Instituto de Biología Evolutiva de la UPF-CSIC, el trabajo "tiene una validez relativa, es un estudio anatómico pero no implica que haya tenido relevancia evolutiva". Sin embargo, la teoría de Carrier no le parece disparatada. "Es una hipótesis que vale la pena contemplar, no es descabellado pensar que la mano, además de ser utilizada para cuestiones prensiles, manipulación o desplazamiento, fuera usada como arma para golpear", dice Navarro.
Si la hipótesis de los puñetazos fuese correcta, ¿quizá otras partes del cuerpo se habrían adaptado a esto, más allá de los huesos faciales? "Algunas características del sistema músculo-esquelético parecen haber cambiado más o menos al mismo tiempo que la proporción de la mano", explica Carrier.
Las proporciones que permiten cerrar el puño, es decir, dedos cortos, palma de la mano pequeña y un pulgar fuerte, aparecen en el registro fósil entre hace 4 y 5 millones de años, casi al mismo tiempo en que los australopitecos se convirtieron en bípedos y desarrollaron rostros más robustos.
"Hay muchas hipótesis para explicar por qué nos hicimos bípedos, pero una ventaja de alzarse sobre dos piernas es que puedes pelear mejor con las patas delanteras", explica el investigador. Del mismo modo, añade: "Pensamos que varias de las características que distinguen a nuestros ancestros de otros grandes simios podrían haber mejorado la capacidad para pelear".
Carrier enfatiza que no está proponiendo que no hubiera otras variables en la ecuación evolutiva, muy principalmente la selección natural. De hecho, opina que los humanos somos naturalmente cooperativos y empáticos, pero también que la agresión y la violencia jugaron un papel importante.
Muertos y puñetazos
Pero volvamos al péndulo y al brazo del cadáver.
La intención de estos investigadores era probar en qué posición el puño sufría menos lesiones. Ataron los músculos del antebrazo a cuerdas de nylon enlazadas a dos clavijeros de guitarra, para poder afinar las posiciones de la mano. Así, las manos de ocho brazos muertos (uno de ellos con artritis) cayeron cientos de veces sobre los discos: puño cerrado, puño semicerrado o mano abierta.
"El metacarpiano es el hueso de la mano que más se rompe, incluso más que los dedos", dice el investigador. En efecto, el puño es la estrategia más efectiva para no romperse los huesos al pelear y hacer más daño al otro. Ahora es algo obvio, pero hablamos de hace cuatro millones de años.
Sin embargo, hay zonas del mundo caracterizadas por hábitats prehistóricos con niveles bajos de conflicto y agresión. Por esa misma regla de tres, ¿no deberían haber evolucionado de forma diferente? "Un área rica en caza o recursos marinos podría dar lugar a niveles competitivos más altos, mientras un área desértica podría implicar niveles bajos de competición porque hay pocos recursos, tendría más sentido mudarse que luchar", admite Carrier. "En cuanto a la proporción de las manos, la selección para la destreza manual podría ejercer una influencia relativamente más fuerte en áreas marginales con pocos recursos y niveles bajos de competición", añade.
En este punto, Navarro cree necesario distinguir entre adaptación, algo que se mantiene evolutivamente porque sirve para cumplir una función, y exaptación, que se da porque cumple otra función a la que estaba destinado originalmente. Así, ¿fue el puño un medio o un fin?
Lo que está claro es que el papel de la mano, y su evolución, sigue fascinando a los científicos. "Hay dos grandes escuelas", resume el investigador del IBE: "Los que piensan que gran parte de nuestras capacidades intelectuales deben atribuirse al hecho de que, una vez tuvimos unas manos que nos permiten manipular el exterior, empezamos a ser capaces de establecer relaciones de causa-efecto: si toco esto se mueve o se cae o se rompe".
Otros investigadores dan más importancia evolutiva a las aptitudes de cooperación y empatía del ser humano, pero, ¿qué sería de estas habilidades sociales sin una mano que poder estrechar, o con la que acariciar?