Nuestros libros están plagados de nombres de helechos, pinzones o escarabajos que exploradores como Alexander von Humboldt o Charles Darwin descubrieron en el siglo XIX. Aquellos viajes exploratorios de varios años a través de frondosas selvas y recónditas islas han estimulado la imaginación de varias generaciones y creado árboles taxonómicos que ahora, a la luz de la genética, estamos descubriendo que son erróneos. En algunos casos, como la flora tropical, hasta un 50% de los nombres están equivocados. Pero sucede en cualquier otro reino: mariposas, peces e incluso mamíferos. ¿Ha llegado el momento de contar de nuevo las especies del planeta?
En el índice taxonómico de especies conviven aquellas identificadas por los naturalistas decimonónicos con otras que jamás han sido vistas pero sabemos que existen, porque su ADN así lo indica. Hay algunas que faltan, otras que están presentes con otro nombre y otras, duplicadas.
Robert Scotland, investigador en botánica sistemática en la Universidad de Oxford y autor del trabajo publicado en Current Biology que habla del desfase entre especies descubiertas y nombres, cuenta a EL ESPAÑOL que "se tarda 35 años desde que un espécimen es recolectado hasta que es reconocido como una especie nueva". Por otro lado, "muchas nuevas especies son clasificadas inicialmente como ya existentes hasta que alguien las reconoce como nuevas".
Como antaño, el trabajo taxonómico sigue dependiendo de expediciones aunque ahora son muy diferentes.: son específicas y duran, a lo sumo, dos semanas. Luego, los investigadores pueden tardar hasta dos años en analizar, sistematizar y publicar todo el material encontrado en esos 15 días.
Las nuevas naturalistas
Maripaz Martín, Jefa del Departamento de Micología en el edificio de investigación del Real Jardín Botánico (RBJ), participó recientemente en una de estas expediciones a Brasil, donde redescubrieron una especie que se había descrito hace 80 años en Brasil y se creía perdida. Por eso los científicos las llaman especies Lázaro. Sus misiones son parecidas a las de Humboldt aunque muchísimo más específicas. Han estado en Cabo Verde, Marruecos, la Patagonia chilena o las Islas Canarias sólo para identificar corticiáceas, las manchitas blancas que aparecen en la corteza de algunos árboles y que en realidad son hongos. ¿Pero son los mismos en Chile o en Marruecos? ¿Son acaso del mismo género o de la misma familia?
Para descubrirlo, la investigadora lleva encima unas tarjetas blancas de cartón con un compuesto adhesivo en el interior. Ahí recolecta fragmentos de hongos o líquenes y anotan su morfología o en qué tipo de árbol se encontró. Días después, en Madrid, Martín toma un punzón y coge "un fragmentito de un milímetro". "Luego eliminamos las paredes celulares y eliminamos los metabolitos para dejar las cadenas de ADN lo más puras posibles", aclara.
Estos análisis genéticos, que empezaron a aplicarse hace pocos años por motivos taxonómicos, son los que están revelando el enorme volumen de desinformación que existe en cuanto a los nombres y cantidades de especies que tenemos en nuestro planeta.
"Muchas especies existentes son buenas y otras no", dice Scotland, quien cree que ahora estamos en un momento idóneo "para obtener una imagen precisa de las especies que tenemos". Sin embargo, al mismo tiempo, "el número de especímenes, publicaciones y nombres acumulados en muchos casos es apabullante, lo cual impide mejorar la taxonomía porque la tarea es desalentadora".
El código de barras no engaña
El edificio de investigación que hay en el Jardín Botánico de Madrid es poco conocido. Dentro, tres docenas de investigadores se dedican a analizar y clasificar minuciosamente especies botánicas de todo el mundo en carpetas, ficheros y archivadores. Sobre una de las mesas hay un sobre con muestras que dice "encontrado sobre una sabina". En los laboratorios de la planta baja realizan los análisis genéticos pertinentes para asegurarse de que la especie es, en efecto, la que es.
Por ejemplo, en el caso de los hongos, segundo grupo más numeroso tras los insectos, se han descrito unas 100.000 especies. "Desde levaduras hasta los hongos que viven en el estómago de algunos rumiantes", aclara Martín, "había una estimación de que el número de especies era de un millón y medio, pero estamos viendo que en realidad va a haber muchísimas más".
Y a esto hay que añadir que muchas de esas 100.000 especies en realidad no corresponden al nombre que se les ha otorgado. Esta suma de errores de nomenclatura se debe, según esta micóloga, a que en la exploración de los trópicos y del hemisferio sur "se ha trabajado mucho con la literatura del hemisferio norte que, por cierto, también contiene errores".
Es decir, que al encontrar en una expedición tropical una seta parecida a un espécimen europeo o norteamericano, se solía catalogar basándose en libros escritos hace, en ocasiones, más de 200 años. "Ellos comparaban lo que veían con lo que había en el hemisferio norte, 'si tiene estas esporas y esta forma, debe ser esta planta', pensaban, pero a veces no basta con un análisis morfológico directo porque hay muchas especies crípticas, similares aparentemente en su aspecto, pero cuando analizas su ADN son especies diferentes", dice Martín.
Hoy, las nuevas herramientas de análisis molecular permiten encontrar especies nuevas o que estaban mal definidas. "Algunas muy llamativas, como el caso de una sola especie que se daba a nivel global, de amplia distribución, y que ahora resultan ser hasta 14 especies diferentes", dice Martín.
Así se descubren nuevas especies
Por supuesto, todavía se siguen descubriendo nuevas especies, pero ya no de aquel modo romántico en el que se hallaba una flor inaudita bajo un helecho en la falda de un volcán gracias a una lupa. Ahora el proceso es mucho más prosaico, pero más efectivo.
"Muchos investigadores hacen estudios de ecología, toman muestras de suelo y hacen un estudio general del ADN", explica Martín. Introducen esos restos orgánicos y los meten en unos aparatos de secuenciación masiva de los que brotan miles y miles de secuencias de ADN. Así, cuando leemos una noticia sobre el descubrimiento de 30 nuevas especies en Costa Rica suele tratarse de algo por el estilo.
Luego los científicos vuelcan estas secuencias de nucleótidos en unas bases de datos de especies y... ¡Sorpresa! "Hay un número muy alto de especies, casi un 50%, cuyas secuencias no se pueden identificar", dice la investigadora, "alguna puede ser una quimera o un error del secuenciador, pero la cifra indica que todavía conocemos muy poco".
Hay un número muy alto de especies, casi un 50%, cuyas secuencias no se pueden identificar
Proyectos como el International Barcode of Life -una base de datos con los códigos de barra de las especies identificadas, donde estos científicos del CSIC y el RJB colaboran corrigiendo y mejorando las entradas- tratan de homogeneizar esta información para obtener un número consolidado de cuántas especies tenemos de verdad en el planeta.
Existe un fragmento determinado de las cadenas de ADN que resulta crucial para distinguir entre ellas, es como su código de barras. Para estar seguros, los científicos hacen Control+C en esta cadena de entre 700 y 900 nucleótidos y Control+V en una ventana del buscador del Barcode of Life. Segundos después, la aplicación ofrece los resultados con las especies más compatibles.
Actualmente, el desfase entre especies y nombres no se limita a insectos, hongos o plantas. Hay identificadas unas 10.000 secuencias genéticas de peces, de las que 2.000 pertenecen a grupos a los que no se puede identificar como una especie conocida. Lo mismo ocurre con las mariposas, e incluso con los mamíferos. "Hemos visto que hay 305 secuencias de mamíferos a los que no se puede poner nombre", dice Martín, "puede salir una rata de campo y una cobaya, pero entre ellas hay una secuencia que no puede asignarse a ninguno de los dos especímenes". Siempre puede haber un error en la secuencia, pero, hasta poniéndose en lo peor, sigue habiendo muchas decenas de mamíferos que aún no hemos podido nombrar.
Hemos visto que hay 305 secuencias de mamíferos a los que no se puede poner nombre
Según el botánico de la Universidad de Oxford, cuesta unas 500 libras (710 euros) revisar una especie completa. "Por el precio de Lionel Messi podríamos revisar todas las plantas tropicales", dice Scotland, que estima el valor del delantero argentino en 142 millones de euros. "También, los taxónomos deberían ser ambiciosos para abordar los grupos mayores empleando técnicas moleculares además de la información de los especímenes".
Ese es, quizá, el mayor de los problemas. El oficio de taxónomo está cada vez más en peligro de extinción y, aunque tengamos los códigos de barras, los secuenciadores genéticos y los supercomputadores, seguimos necesitando a científicas como Maripaz Martí y su compañera Teresa Tellería para que traigan muestras biológicas de los confines del mundo. En realidad, el uso de herramientas moleculares les sirve, sobre todo, para hacer sus proyectos más atractivos y conseguir algo de dinero para investigación de las instituciones.
"Los taxónomos, que nos dedicamos a estudiar, recolectar, describir y comparar si las especies los son o no, cada vez somos menos", confiesa esta Humboldt del siglo XXI. "Hay demanda, pero no llega dinero para proyectos de taxonomía pura y dura".