Algunos biólogos están tratando de derribar un árbol. Parecería algo impropio de su profesión, si no fuera porque el árbol que intentan talar es sólo metafórico. Pero sus consecuencias pueden trastocar toda la visión que la ciencia tiene sobre los seres vivos.
El 2 de octubre de 1836 Charles Darwin regresaba de su vuelta al mundo de casi cinco años a bordo del bergantín HMS Beagle con un valioso tesoro de anotaciones, especímenes biológicos y muestras geológicas. Mientras recorría los foros académicos de Londres y Cambridge explicando sus observaciones y debatiendo con sus colegas, tocaba sentarse a organizar sus colecciones y escribir.
En el caso de Darwin no hubo un momento de ¡eureka! Su teoría de la evolución fue el producto de un laborioso proceso de observación, trabajo y raciocinio. Pero si tuviéramos que distinguir un solo hito de ese largo camino que llevaría en 1859 a la publicación de su obra más crucial, El origen de las especies, tal vez lo encontraríamos en julio de 1837. Fue entonces cuando Darwin comenzó su llamada Libreta B, la primera de una serie dedicada a estudiar el problema de la "transmutación", o conversión de unas especies en otras. En la página 36 de aquella libreta, el científico escribió "Yo pienso", y a continuación esbozó el dibujo de un árbol ramificado, su primer bosquejo del árbol de la vida.
Un árbol para reunirlos a todos
En realidad, Darwin no fue el primero en emplear la metáfora visual del árbol para plasmar las relaciones de parentesco entre los seres vivos. Otros, como el francés Jean-Baptiste Lamarck, también habían utilizado el árbol como esquema de clasificación de las especies, pero en su caso con la errónea concepción de que los linajes eran paralelos y progresaban hacia formas superiores, por ejemplo desde los gusanos a los mamíferos. La gran revolución de Darwin consistió en atar todas las ramas en un tronco común y establecer las causas de la ramificación: variación, selección natural, extinción. "Así se formarían los géneros: guardando relación con los tipos antiguos", garrapateó Darwin junto a su árbol en la libreta B.
Darwin no fue capaz de explicar el mecanismo de las variaciones, ya que el descubrimiento de la transmisión de la herencia aún debería esperar unos años más hasta los experimentos con guisantes del monje austrocheco Gregor Mendel. Desde entonces y hasta hoy, los científicos fueron dejando de lado el procedimiento de clasificación de los seres vivos por sus rasgos físicos, para determinar sus parentescos en función de su genética.
El estudio de las semejanzas y diferencias entre los patrones genéticos de las especies ha servido a los biólogos para construir árboles filogenéticos, como hoy se llaman, cada vez más completos y complejos. El pasado septiembre, un proyecto cooperativo entre laboratorios de 11 instituciones de Estados Unidos publicó en la revista PNAS el más exhaustivo hasta la fecha: un vasto esquema que aglutina 500 árboles parciales procedentes de estudios anteriores y que reúne un total de 2,3 millones de especies. Para facilitar la exploración visual del Open Tree of Life, un equipo de biólogos británicos ha creado una herramienta interactiva llamada OneZoom que permite sobrevolar el árbol a vista de pájaro y cernirse sobre sus ramas para examinar los pequeños detalles.
El modelo del árbol es muy intuitivo, razón por la cual ha prestado tantos servicios a la biología durante más de siglo y medio. La longitud de las ramas corresponde al tiempo evolutivo, y la separación entre ellas representa el mayor o menor grado de parentesco que guardan entre sí las distintas especies o sus grupos. El árbol parte de un tronco común, los primeros microbios que surgieron hace unos 3.800 millones de años, para después ramificarse en tres grandes divisiones: arqueobacterias, bacterias (ambas llamadas procariotas) y eucariotas, siendo este último grupo el que comprende todos los organismos cuyas células poseen núcleo, desde seres unicelulares como las amebas hasta los humanos. En el camino de esta larga y prolija serie de ramificaciones quedan muchas ramas muertas, las extinciones.
Ramas que se comunican y se funden
Todo sería perfecto de no ser porque, en realidad, la naturaleza no funciona así. En 1951, un investigador de la Universidad de Washington en Seattle (EEUU) llamado Victor Freeman descubrió algo curioso: los genes de un virus eran capaces de convertir la bacteria causante de la difteria de una forma inofensiva a otra virulenta. Unos años después, científicos japoneses demostraban que las bacterias, incluso las de distintas especies, podían pasarse entre ellas genes que las hacían inmunes a los antibióticos.
Este fenómeno de intercambio de genes entre las bacterias fue recibiendo cada vez mayor atención, hasta que en 1985 el genetista molecular de la Universidad de Harvard Michael Syvanen publicó un artículo (PDF) en el que sugería que esta Transferencia Genética Horizontal (TGH), o Lateral, no solo es un mecanismo biológico importante en la naturaleza, sino que además es motor y guía de la evolución.
En la práctica, lo que hace la TGH es tender puentes, conectando las ramas entre sí. Es decir, rompe la estructura lineal del árbol evolutivo de las bacterias para dar lugar a algo más parecido a una red. Es por esto que muchos científicos hoy reconocen que el modelo del árbol ya no sirve para las bacterias. "Mi propia visión es que el árbol de la vida tiene muy poca relevancia para los procariotas por la prevalencia de la TGH", expone a EL ESPAÑOL el filósofo de la ciencia John Dupré, de la Universidad de Exeter (Reino Unido). Y dado que el número de especies bacterianas se estima en varios millones, Dupré concluye que "aunque exista un árbol de la vida, las entidades que distingue no son las más importantes".
Pero la TGH no es el único mecanismo que destruye el esquema ideal, ni las bacterias las únicas afectadas. En la década de los 60, la bióloga Lynn Margulis propuso que las mitocondrias y los plastos, orgánulos presentes en el interior de las células eucarióticas, fueron originalmente microbios de vida libre que encontraron su camino en la evolución uniéndose en simbiosis a otras células mayores. Esta teoría de la endosimbiosis o simbiogénesis ha recibido numerosos apoyos experimentales. En general, la simbiosis es considerada por muchos expertos como otro elemento que rompe la imagen del árbol, ya que dos organismos simbióticos comparten su destino, formando lo que podría llamarse un ser vivo compuesto. "La simbiosis es casi tan universal, y tan íntima, que el tipo más fundamental de individuo es típicamente el holobionte, o el todo simbiótico", señala Dupré. En la imagen del árbol, la simbiosis equivale a dos ramas que se funden en una.
Uno de los científicos que más han contribuido a la demostración de la endosimbiosis es William F. Martin, de la Universidad Heinrich Heine de Düsseldorf (Alemania). El trabajo de Martin ha revelado que las bacterias no solo se quedaron a vivir en nuestras células, sino que al hacerlo dejaron un rastro de su ADN en nuestros cromosomas. Y dado que la comparación de los genomas permite establecer los grados de parentesco, este legado genético bacteriano en las células eucariotas trastoca por completo la foto de familia.
En 1993 Martin descubrió que si comparaba ciertos genes concretos, el resultado era un árbol en el que las bacterias se ramificaron primero de un tronco común del que después surgirían las arqueobacterias y los eucariotas. Sin embargo, si estudiaba otros genes diferentes, el dibujo era el contrario: las arqueobacterias fueron las primeras en separar su camino del de bacterias y eucariotas. "Esto era lo que nosotros veíamos mientras todos los demás estaban celebrando el árbol", apunta Martin a EL ESPAÑOL.
La trama de la vida
Así pues, la promiscuidad de los genes no es sólo cosa de bacterias. Hoy sabemos también que el genoma de especies como la nuestra contiene fragmentos heredados de virus. Ahora, un nuevo estudio ha mostrado que los tardígrados u osos de agua, animalitos minúsculos que viven en la humedad y el musgo, tienen nada menos que un 17% de su genoma prestado de otras especies; no solo de bacterias, sino también de arqueobacterias, plantas y hongos. Según Martin, "como promedio, solo del 0,1 al 1% de cada genoma se ajusta a la metáfora del árbol".
Utilizar redes es una idea fructífera para describir mejor la complejidad de la vida y los procesos que la sostienen
Y las amenazas de tala no acaban aquí. Un reciente estudio dirigido por los investigadores de la Universidad Pierre et Marie Curie (París) Philippe Lopez y Eric Bapteste ha analizado en masa genes de microbios recogidos de varios entornos, incluido el intestino humano, descubriendo algunos tan diferentes a todo lo conocido que según los autores son "compatibles con divisiones adicionales de la vida". Es decir, ni arqueobacterias, ni bacterias, ni eucariotas, sino otra cosa.
Bapteste aclara a EL ESPAÑOL que sus resultados "son solo un primer paso muy preliminar"; pero con independencia de que el posible hallazgo pudiera revolucionar por completo las clasificaciones actuales, insiste en que sus investigaciones "ciertamente alientan una mayor consideración a los aspectos colectivos y reticulares de la evolución biológica". "Utilizar redes es una idea fructífera para describir mejor la complejidad de la vida y los procesos que la sostienen", afirma.
"¿Es un árbol? ¿Es una red? ¿Es una trama?", se pregunta Martin. El problema, destaca el científico, es que abandonar una metáfora visual tan sencilla como el árbol nos deja sin otra que sea igualmente intuitiva. "Si desechamos el árbol y queremos un gráfico que no sea la interpretación de un artista, las cosas se ponen muy difíciles", advierte. Sobre todo cuando los biólogos ni siquiera han llegado a un acuerdo general sobre qué palabra debería sustituir a árbol. "Es bastante frustrante", admite Martin. Por el momento, las hachas siguen en alto.